Menú
Capítulo
Punto 175
Mortificación · Punto 175

 Ningún ideal se hace realidad sin sacrificio.
—Niégate.
—¡Es tan hermoso
ser víctima!

Comentario

San Josemaría escribió este punto en el octavo aniversario de su ordenación sacerdotal, que tuvo lugar en Zaragoza el 28-III-1933 (Cuaderno VI, nº 970).

Recordatorio de la Primera Misa
de San Josemaría

 

Las breves notas de ese día no hacen ninguna alusión a la efemérides. El texto del Cuaderno es el mismo de Camino, sin el guionado.

Es ésta la única vez que aparece la palabra «víctima» (ser víctima, hacerse víctima) en el libro. San Josemaría fue distanciándose cada vez más de esa manera de hablar y de su contexto teológico-espiritual. No le gustaba esa terminología, que no ayuda a comprender la unicidad absoluta de la Víctima agradable al Padre, que es Cristo, y que podía, además, dar lugar a una psicología «dolorista» –de «victimismo»– que no se compadece con el estilo de vida y de seguimiento de Cristo que él predicaba [1]. Su doctrina en este sentido adquiere progresivamente formulaciones netas:

«La única Víctima es Cristo. En el Opus Dei no hay víctimas, hay cruces gloriosas. Nosotros estamos gozando de su hiel y de su sangre. […]. ¡No hay víctimas! Sacerdotes míos [2]: no llevéis a nadie por ese camino. No es de nuestro espíritu» [3].

Para San Josemaría, la Cruz –la Cruz de Cristo–, precisamente por ser de Cristo y estar Él en ella, es lugar de felicidad y de descanso. Es una Cruz sin cruz, dirá [4]. Esta paradoja configura su comprensión de la vida cristiana. Por eso, en la Cruz hay que estar:

«sin llantos, sin miedos, sin llamarnos víctimas. Para eso está Cristo: El es la única víctima. ¿Está claro?» [5].

«Hijas mías, ya sabéis lo que tenéis que hacer ahora que el año empieza: pensar en Cristo Jesús y estar contentas, aceptando las pequeñas contrariedades del momento, sin sentiros víctimas. ¡No hay víctimas! ¡La víctima es El! Sin la gracia suya, nada sirve para nada. Si lo hacemos por amor, unidos al dolor y a la satisfacción de Cristo, completamos lo que falta a la Pasión del Señor. Y seremos felices» [6].

No deja de ser significativo que, a continuación del texto de su Cuaderno del que procede el punto que comentamos, San Josemaría escribe esta otra nota (y con ella se acaba lo que apuntó el día de su aniversario):

«Se hará constar en los estatutos de la Obra que ninguno puede pertenecer a ella si no trabaja: el trabajo santifica y obliga a todos, aunque tengan una gran fortuna personal» [7].

Esta línea del trabajo profesional responsable, y muchas veces agotador (vid punto 277), vivida en Cristo, en la Cruz de Cristo (vid punto 177), con todo lo que comporta de entrega y de servicio, es ciertamente el paradójico horizonte de «negación» y de «sacrificio» que contempla San Josemaría Escrivá como «camino» de la vida ordinaria. Unido, naturalmente, al «Fiat, adimpleatur...» que es la plena y total aceptación de la Voluntad de Dios: enfermedades, contradicciones, envidias, calumnias, soledad, abandono... (vid el comentario al punto 691, donde se muestra el sentido que tiene en la vida de San Josemaría el dolor y la contradicción).



[1] Compatible con que él, personalmente, se ofreciera como «víctima» al Amor Misericordioso. San Josemaría relata: «El día once de Agosto de 1929, según nota que tomé aquel día en una estampa que llevo en el breviario, mientras daba la bendición con el Santísimo Sacramento en la iglesia del Patronato de Enfermos, sin haberlo pensado de antemano, pedí a Jesús una enfermedad fuerte, dura, para expiación [...] y creo que el Señor me lo concedió» (Cuaderno IV, nº 432, 29-XI-1931).

En 1937, en la Legación de Honduras, San Josemaría ponía en relación con este ofrecimiento la gran tribulación interior por la que atravesaba: «este sufrir como cuando más, creo que no es otra cosa sino consecuencia de mi ofrecimiento de víctima al Amor Misericordioso» (Apuntes íntimos, nº 1380, 9-V-1937). Vid com/727. Todavía en 1938, en una época de «noche oscura», escribía: «¿Vendrá la enfermedad que me purifique?» (Apuntes íntimos, nº 1588, Monasterio de Silos 28-IX-1938). Vid texto completo en el comentario al punto 151.

[2] Los asistentes a la meditación de San Josemaría eran en su gran mayoría seglares. Se dirige en ese momento a los pocos sacerdotes presentes.

[3] Notas de una meditación predicada por San Josemaría en Molinoviejo (Segovia), 14-XII-1948, durante un curso de retiro; AGP, sec A, leg 51.

No puede ser más clara la posición de San Josemaría. La frase entre corchetes dice: «Tengo mucha devoción a Santa Teresita, pero no seremos víctimas».

San Josemaría sabía que el «victimismo» –un cristianismo triste, muy extendido en ciertos ambientes– se propagaba invocando indebidamente el patrocinio de Teresa de Lisieux. Teresita, a la que conocía perfectamente San Josemaría, se ofrecía como víctima, pero con un claro sentido de la alegría en la contradicción y en la cruz, que es lo que a toda costa reivindicaba en su meditación de la Cruz y del dolor.

Es la propia Teresa la que dice: «Nuestro Señor en el huerto de los Olivos gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, sin embargo su agonía no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro que, de lo que pruebo yo misma, comprendo algo» (Últimos Coloquios. Cuaderno amarillo, 6 de julio de 1897: Opere complete, Ciudad del Vaticano 1997, 1003; citada por Juan Pablo II, Carta Apost Novo millennio ineunte, 6-I-2001, nº 14).

[4] Hablando de San Luis Grignion de Monfort, con su ideal de víctima, decía San Josemaría –según explicaba Álvaro del Portillo (Meditación, 14-IX-1986)–: «yo en la Cruz no me siento víctima: ¡es un triunfo, es la alegría!». Vid la experiencia relatada en com/555.

[5] Notas de un coloquio con mujeres en el Colegio Mayor Goimendi, Pamplona 14-IX-1962; AGP, sec A, leg 51; también en AGP, sec P, leg 2, 1962, X, pg 17.

[6] Homilía, Roma 1-I-1968; AGP, sec P, leg 2, 1968, pg 1-17.

[7] Así se hace constar efectivamente en el nº 22 de los Estatutos de la Prelatura del Opus Dei, promulgados por la Bula Ut sit, de 28-XI-1982. Texto en P. RodrIguez – F. Oriz – J. L. Illanes, El Opus Dei en la Iglesia, 2000, pgs 305-346.