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Punto 207
Mortificación · Punto 207

 Agradece, como un favor muy especial, ese santo aborrecimiento que sientes de ti mismo.

Comentario

camino 207

Ficha escrita por San Josemaría en el mes de diciembre de 1938 o en enero de 1939. Redacción sugerida posiblemente por la relectura del mismo guión que inspira a los dos puntos anteriores, en el que se lee:

«Los tres caminos (Quevedo). El santo aborrecimiento de ti mismo» [1].

Pero el punto es sobre todo un dato autobiográfico, una experiencia personal de San Josemaría. Ya en sus notas de los Ejercicios Espirituales de 1933 escribió:

«Pecados propios. Propósito: un santo aborrecimiento de mí mismo; y pedir a Dios su gracia, para purificarme con el Amor y la penitencia» [2].

Y en el Cuaderno VIII, nº 1236, anotaba:

«Día 2 de marzo de 1935. –Doy gracias a Dios N. Señor, porque en estos días me ha hecho sentir el santo aborrecimiento de mí mismo».

«Santo aborrecimiento». Concepto y expresión sumamente sorprendente en los parámetros de la cultura contemporánea, que ha hecho de la «autoestima» un ideal y, a veces, una meta a alcanzar como terapéutica de la autoinfravaloración patológica, hoy tan abundante. No menos sorprendente era en los años treinta, según testifica el propio San Josemaría, que, en un guión de un círculo a estudiantes universitarios, anota:

«El santo aborrecimiento de nosotros mismos... ¡extraña frase!» [3].

¿De qué «aborrecimiento» habla el Autor de Camino, que dirá poco después: «le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la 'soberbia'» (punto 274), «al que pueda ser sabio no le perdonamos que no lo sea» (punto 332), o «tu aspiración será: […] con los demás, el primero» (punto 238)?

Es un tema clásico en la tradición de la espiritualidad cristiana, y la formulación literaria —«santo aborrecimiento»–, se acuña en la gran mística del Siglo de Oro [4].

Es un lenguaje que proviene de las palabras mismas de Jesús según San Lucas: «Si alguno viene a mí y no aborrece […] aun su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26); y de aquellas otras que transmite San Juan (12, 25) y que San Juan de la Cruz explicará así: el que «renunciare por Cristo todo lo que puede apetecer y gustar, escogiendo lo que más se parece a la cruz –lo cual el mismo Señor por san Juan lo llama aborrecer su alma–, ése la ganará» [5].

San Pablo tiene su propia formulación: es el «cuerpo de muerte» (Rm 7, 24) y el «hombre viejo» (Rm 6, 6), que están ahí, que claman «por sus fueros perdidos» (puntos 707 y 138). El que aborrece «su propia vida», aborrece al «cuerpo de muerte», al «hombre viejo», que no están fuera de mí, sino como implicados con la «nueva criatura en Cristo», el «hombre interior», el «hijo de Dios» que soy por la gracia.

En realidad, las implicaciones de este gran tema ascético, tan central en el Cristianismo, llega a sus modernos desarrollos mediado por la gran tradición patrística, que se hace emblemática en la célebre expresión de San Agustín:

«Dos amores hicieron dos ciudades: el amor de sí mismo, hasta el desprecio de Dios, hizo la ciudad del mundo; el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, hizo la Ciudad de Dios» [6].

El «santo aborrecimiento que sientes de ti mismo» es un don, fruto de una gracia del Espíritu Santo, que permite al cristiano discernir «la servidumbre de la corrupción» (Rm 8, 21), el aguijón de la carne, el «fomes peccati» (Trento [7]) que, en su interior, atentan contra el «hombre nuevo». Ya tenemos ciertamente las primicias del Espíritu, pero todavía anhelamos «el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 23). Vid el citado punto de Camino 707.

Lo «aborrecido» no es, pues, el hombre, criatura de Dios, sino el «hombre viejo», que está ahí y persiste, con su «voz insinuante» (punto 707), en llevarnos a la perdición y apartarnos del amor de Dios. El sujeto de ese «aborrecer» es el hombre cristiano, la mujer cristiana, conscientes de su filiación divina, que es el don gratuito e inmerecido de la Trinidad al hombre. Si se capta la «verdad de las cosas», se comprende fácilmente cómo la mayor «autoestima» que cabe en el hombre es precisamente ésta: reconocerse humildemente –pero en toda su impresionante verdad– criatura de Dios e hijo de Dios en Cristo, morada de la Trinidad Santa.

Nótese que éste es el punto que cierra el capítulo «Mortificación» y dispone al titulado «Penitencia». Es, en efecto, el discernimiento que lleva consigo el «santo aborrecimiento», el que nos hace entender la necesidad de vivir seriamente el espíritu de penitencia y mortificación.



[1] Retiro espiritual, Meditación titulada «Espíritu de sacrificio», Salamanca 25-I-1938; guión nº 93. San Josemaría se refiere a Los Sueños, de Quevedo, y en concreto al «Sueño del Infierno», donde se describen los dos caminos, el que lleva al Cielo y el que lleva al Infierno, y un tercer camino, que parece que es el mismo que lleva al Cielo pero desemboca también en el Infierno: es el de los hipócritas (Francisco de Quevedo y Villegas, Los Sueños; Alianza Editorial, Madrid 1983, pgs 100-105).

[2] Apuntes íntimos, nº 1709, 21-VI-1933; la cursiva es del original.

[3] AGP, sec A, leg 50-13, carp 4, exp 2.

[4] Vid Fray Alonso de Madrid, Arte para servir a Dios, 1521, II, cap 2: «Del propio aborrecimiento»; Neblí 25, 1960, pgs 97-111, donde la expresión «santo aborrecimiento» adquiere un carácter técnico. Estamos ante un libro –una cumbre de la mística española del siglo XVI (vid prólogo de José María Casciaro, pg 11)–, que San Josemaría había leído con atención.

[5] Subida del Monte Carmelo, II, 7, 10; BAC 15, 13ª ed, 1991, pg 309.

[6] San AgustIn, La Ciudad de Dios, lib 14, cap 28; BAC 171-172, 1958, pg 985. El tema está en Santa Catalina de Siena: «Siempre están en lucha la conciencia, por una parte, y la sensualidad, por otra. Pero desde el momento en que con odio y desprecio de sí mismo, decide virilmente y dice: 'Yo quiero seguir a Cristo crucificado' quebranta inmediatamente la espina y experimenta una dulzura inestimable, en mayor o menor escala según la disposición y solicitud de cada uno» (El diálogo, cap 44; BAC 143, 1955, pg 269); también en Santa Teresa (Libro de la Vida, 29, 10; BAC 212, 8ª ed, 1986, pg 157): «Bien entiende [el alma] que quiere a Dios, y que la saeta parece traía hierba para aborrecerse a sí por amor de este Señor, y perdería de buena gana la vida por Él»; y en San Juan de la Cruz, que aconsejaba: «Consideren cómo han menester ser enemigas de sí mismas» (Dichos de Luz y Amor, nº 84; Obras completas, BAC 15, 13ª ed, 1991, pg 165). «Santo aborrecimiento» aparece ya como término acuñado en la escuela ignaciana. «Si deseas, alma mía, de andar mucho en Dios, trabaja primero de andar mucho en ti. Si deseas alcanzar su amor, trabaja de alcanzar tu aborrecimiento. Si tu aborrecimiento deseas, ejercítate en considerar tus obras» (San Francisco de Borja, Breve tratado de la confusión, I; Tratados espirituales, Cándido de Dalmases [ed.], Flors [«Espirituales Españoles. Serie A. Textos», XV], Barcelona 1964, pgs 154s). Vid por ej P. Alonso RodrIguez, Ejercicio de perfección, Parte 2, tratado 1, cap 4; AP, 1950, pgs 684-686, libro al que tuvo mucho aprecio el Autor de C desde su época de seminarista.

En los Ejercicios Espirituales que predicó en el Seminario de Valencia en 1941, San Josemaría decía a los alumnos: «Yo entiendo que para hacer labor en las almas, es preciso repetir, insistir, 'machacar'. Hay un autor espiritual [el P. Alonso Rodríguez] que mucho insiste en sus cosas, y le llaman Padre Machaca: ¡ha hecho mucho bien a las almas!» (,Ejercicios Espirituales, Plática del día 4, Valencia 6-XI-1940; notas tomadas por Vicente Moreno, sacerdote; AGP, sec A, leg 100-38, carp 1, exp 18). La cursiva en estos textos es mía.

[7] Concilio de Trento, sess Vª, Decr de peccato originali, 5; DS 1515. Vid también DS 1453.