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El amor a la Iglesia y al Papa en Camino
Gonzalo Aranda. José Ramón Villar. El amor a la Iglesia y al Papa en Camino

 

San Josemaría explica ante Pablo II el trabajo apostólico que se realiza en el Elis, en una barriada obrera de Roma, pocos días antes de la Clausura del Concilio Vaticano II


«¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia Santa!» (Camino, n. 518). «Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón» (Camino, n. 573). En estas dos breves afirmaciones, se nos desvelan aquellos sentimientos de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, todavía sacerdote joven, hacia la Iglesia y el Papa. El transcurso del tiempo, escenario de la fiel correspondencia del Siervo de Dios, no haría sino afirmar, robustecer y comprobar con obras, opere et veritate, esas semillas esparcidas en su alma por el Divino Sembrador(1). Pero ya desde aquellos primeros años de su ministerio sacerdotal, en Camino recoge el profundo amor a la Esposa de Cristo y a su Vicario en la tierra, que se traduce en una sincera y espontánea expansión de alegría y acción de gracias a Dios, manifestando un amor firmemente enraizado en el corazón, que es proclamado con la absoluta seguridad de la fe.

Camino contiene la experiencia pastoral de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer acumulada en sus primeros años de actividad sacerdotal. La naturaleza de la obra nos sugiere la manera adecuada de acceder a su contenido. El autor no pretende una reflexión teológico-dogmática sobre los misterios de nuestra fe, aunque —como es natural— esos presupuestos subyacen en el vivir cristiano que presenta. Volveremos más adelante sobre este punto. En todo caso, su pretensión consiste en suscitar en el lector, ayudado de la gracia divina, deseos de conversión, de amor y de mejora espiritual(2). La formalidad propia de Camino apunta, pues, a la vida cotidiana del cristiano, a la traducción existencial de las exigencias de la fe. Algún lector podría sentirse decepcionado si buscase sólo reflexiones teológicas originales en las que fundamentar, por ejemplo, el inicio de la renovación eclesiológica de nuestro siglo, por citar el ámbito en que estamos situados. Este método conduciría a un error de óptica que invalidase los resultados(3). Con ello no queremos afirmar que Camino carezca de originalidad eclesiológica, sino que su objetivo no es ofrecer una teología producida en la serena quietud del estudio, y que posteriormente incida en la vida cristiana. Más bien —y aquí radica su valor— muestra una vida hecha realidad en el existir concreto del cristiano que obliga a la teología a replantearse algunos presupuestos no siempre completos. En este sentido, Camino es profundamente renovador con la perenne novedad evangélica(4).

El amor a la Iglesia y al Papa aparecen en Camino como una confidencia amistosa, y un testimonio personal de su autor. «Voy a remover en tus recuerdos para que se alce algún pensamiento que te hiera», advierte al lector al comienzo de sus páginas. En efecto, a través de expresiones rápidas, sugerentes, exhortativas y, en todo caso, iluminadoras, Camino incita a su interlocutor a despertar en sí mismo las virtualidades divinas que el Bautismo ha depositado en su ser. Subyace en sus palabras el sentido de que el cristiano ha sido llamado a una salvación personal, ciertamente, pero inserto en la comunidad de la nueva Alianza eterna, fundada en la Sangre redentora del Dios hecho Hombre(5). En Camino, las grandes realidades de nuestra vida en Cristo son trasladadas a cada cristiano en un tono íntimo, personal. El autor desea, de modo expreso, alcanzar con su pluma la vida corriente y ordinaria en que se desenvuelve su quehacer habitual. En este sentido, se entiende que el amor a la Iglesia y al Vicario de Cristo no aparezcan a golpe de argumento teológico, en que la fides quaerens intellectum prive sobre otras consideraciones. Más bien, Camino busca suscitar la fides quae per charitatem operatur (cfr. Gal 5, 6), una fe admitida sin vacilación que lleva, por su propia dinámica, a ser plasmada en una vida plena de caridad, de obras.

El amor a la Iglesia y al Romano Pontífice no son objeto, en consecuencia, de un tratamiento apologético o de un estudio teórico que alimente exclusivamente la inteligencia cristiana. Este proceso lo supone adquirido. Es, en cambio, un compartir con sus hermanos en la fe la alegría de servir a la Iglesia, el gozo en la contemplación del misterio, y hasta un grito de júbilo al saberse insertado de ese modo en Cristo. Claro está, todo ello supone una profunda teología hecha vida, o, si se quiere, una existencia teologal que, sin intentar una inquisición refleja sobre su fe, se expresa en sus manifestaciones más prácticas. En las más sencillas y elementales afirmaciones de Camino se esconde la secular riqueza de la fe de la Iglesia. Por eso, encontraremos en el libro un enlace natural con el patrimonio doctrinal cristiano: quod semper, quod ubique, quod ab omnibus, según la célebre expresión de S. Vicente de Lerins(6). Y, añadimos, no sólo con lo que siempre se ha creído, sino también con aquello que constantemente los hijos de la Iglesia han convertido en savia vivificadora de su existir cristiano(7).

Enseña San Pablo que Cristo amó a la Iglesia como su esposa entregándose a Sí mismo para santificarla (Eph 5, 25-26). El Apóstol desvela a los primeros cristianos de Efeso el rostro verdadero de la Iglesia: la Esposa santificada por Cristo. Con ello, nos introducimos en la primera muestra de amor de los miembros de la Iglesia. En efecto, la manifestación de amor adecuada de los hijos será reflejar en sus personas el carácter santo de tal Madre que les ha engendrado en Cristo. Esa santidad ontológica de la Iglesia, derramada desde su Cabeza a los miembros, impulsa a los cristianos a manifestar en sus vidas los «frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles»(8). En realidad, podría decirse que todo el contenido de Camino refleja esa dimensión del amor filial para con la Iglesia, ya que no pretende otra cosa que facilitar la santidad personal, muy particularmente de aquellos que constituyen la mayoría de sus miembros, los laicos. A ellos muestra que el mundo, donde se saben inmersos, no es algo circunstancial a lo que deben hacer frente, sino la materia de su santidad y, también, el modo específico de su camino eclesial; de este modo asumen in Christo et in Ecclesia las realidades creadas, forjando la continuidad con el desenlace final de la historia, con el momento en el que Cristo ceda su dominio al Padre y Dios sea todo en todas las cosas (cfr. 1 Cor 15, 28).

Las confidencias personales del autor de Camino tienen, pues, una intencionalidad bien clara, que se percibe a la luz del prólogo mismo: que el lector entre también por caminos de santidad, por las sendas de una vida cristiana conforme a su nuevo nacimiento en Cristo, y obre coherentemente con su nuevo ser, como miembro del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. La manifestación del amor por ella será engalanar la Iglesia-Madre con las virtudes de los hijos.

De una manera más inmediata, a lo largo de todo el libro, y particularmente en los puntos 517 a 527 —puestos bajo el título La Iglesia— el autor quiere despertar y consolidar ese amor por la Esposa Inmaculada: de modo paulatino, cobran relieve los fundamentos de ese amor, sus características, sus exigencias y, en fin, sus manifestaciones. Naturalmente, todo ello no aparece de forma sistemática, sino al hilo de los diversos apartados, que conducen al lector a tomar en serio y a responder decididamente a la vocación divina. Incluida en esa vocación, emerge una dimensión intrínseca a la existencia cristiana: no es posible ser plenamente cristiano y católico sin un profundo amor a la Iglesia y al Papa. Toda la conducta cristiana debe dejarse impregnar de un amoroso sentire cum Ecclesia, traducción visible de la unión fecunda del sarmiento con la Vid, Cristo (cfr. Ioh 15, 5)(9). Y, como criterio inmediato de esa vida de comunión, el cristiano mira al Obispo de Roma, principio visible de la unidad de la Iglesia(10).

El fundamento del amor a la Iglesia

El amor a la Iglesia es, en Camino, algo connatural al cristiano. Brota espontáneamente de la meditación sobre la naturaleza de la Iglesia y aparece unido inseparablemente con el amor a Jesucristo, inserto en el proceso de identificación con Él. No se puede separar el Cuerpo de su Cabeza, ni la Esposa del Esposo. La fe en Jesucristo contiene la fe en la Iglesia.

a) La fe en la Iglesia

Gracias al magisterio del Concilio Vaticano II poseemos en nuestros días una guía segura para penetrar, desde la fe, en el «misterio de la Iglesia». En efecto, la Iglesia es una realidad sobrenatural, que entra en el contenido del acto de fe. Como tal la profesamos en el Credo, desde los primeros Símbolos. La Iglesia, vinculada en su origen en el tiempo con la Encarnación del Verbo redentor(11), lleva en su naturaleza, en su origen, en su desarrollo y en su destino final la señal del misterio de Dios Uno y Trino. Esta Iglesia, en la que Cristo se hace presente en el mundo(12), es a la vez palpable y presente en la vida humana, aun siendo trascendente a su visibilidad histórica. Es el reinado de Cristo in mysterio, creciendo hacia la consumación final(13).

Para comprender lo que la Iglesia es hay que contemplarla con la visión elevada por el don de la fe, y así se llega, antes que a una comprensión intelectual —por la que se esfuerzan los teólogos, aun conscientes de que nunca llegarán a agotarla—, a una vivencia interior, una participación connatural en la ciencia divina que produce sabiduría y gozo. Es significativo, a este respecto, encontrar ya en el primer punto de Camino dedicado a la Iglesia una incitación a la meditación del misterio, tomado espontáneamente de las palabras del Credo: «"Et unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam!..." —Me explico esa pausa tuya, cuando rezas, saboreando: creo en la Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica...» (Camino, n. 517). Estas palabras nos sitúan ante el misterio de la Iglesia, que es realidad de gracia invisible e, inseparablemente, una concreta comunidad visible en la tierra. Se trata de la Iglesia de Jesucristo, reconocida en las cuatro notas clásicas, es decir, aquellas propiedades de la naturaleza de la Ecclesia in terris, que la tradición y la teología han explicitado desde el artículo del Símbolo profesado, y que sólo se dan en la Iglesia Católica como realidad histórica visible. El encuentro salvador con Cristo sólo es posible en su comunidad de salvación, en la Iglesia que Cristo quiso(14). No hay vida plenamente cristiana, de Cristo, al margen de su Iglesia. Esta visibilidad institucional no es un puro accidente necesario a nuestra condición humana y, en este sentido, desprovisto de significado salvífico. La fe lleva a aceptar que Cristo ha establecido la dimensión institucional (sacramentos, jerarquía, etc.), como medio de salvación, instrumento de una mediación de gracia: la Iglesia «es en Cristo como un Sacramento, o sea signo e instrumento de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»(15). La fe en la Iglesia se reconduce a la fe en Cristo, que la ha dotado de eficacia; la decisión ante la Iglesia comporta una toma de posición frente a Cristo (cfr. Lc 10, 16). Ese gusto espiritual —«saboread», dice el autor(16)— en la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad, encierra la confesión de fe más nuclear en la continuidad histórica de Cristo en la Iglesia. Cristo, hoy, sigue ofreciendo la salvación a cada hombre, en una comunidad concreta y delimitada.

Pero si la fe es elemento que edifica la vida cristiana in Ecclesia, Camino no olvida que, junto a la fe, están los sacramenta fidei: «¡Qué bondad la de Cristo al dejar a su Iglesia los Sacramentos! —Son remedio para cada necesidad. —Venéralos y queda, al Señor y a su Iglesia, muy agradecido» (n. 521). La Iglesia, dispensadora de los canales de la gracia, hace accesible, hic et nunc, el contacto salvífico con Cristo. Pero es al Señor a quien se dirige, en primer lugar, el agradecimiento, ya que quiso, en su infinita bondad, una nueva economía de gracia por medio de signos eficaces. Cristo mismo sigue actuando por medio del gran sacramento de la Iglesia. Ante la misericordia divina, nos sugiere Camino, sólo cabe amor, veneración, gratitud.

b) El reino de Cristo en la Tierra

La Iglesia es de Jesucristo. Ella es su cuerpo, su Esposa; Él su Cabeza, su Señor. Sólo en su nombre y, aún más, porque Él mismo actúa en Ella, la Iglesia puede ofrecer remedio a las necesidades más profundas del hombre. Pero esto exige dejar paso al dominio de Cristo en los corazones humanos, que les hace verdaderamente libres de las esclavitudes del pecado. He aquí otro motivo de amor a la Iglesia, que no pasa inadvertido a la meditación de Camino.

Ese señorío de Cristo, presente en muchos puntos del libro, lo describe el autor como una realización conjunta del poder de la gracia divina y la libre correspondencia humana. La Iglesia se muestra así como el ámbito del reinado de Cristo que se establece por la Palabra de Dios que, en la Iglesia, suscita la respuesta de fe; y por los sacramentos, que realizan verdaderamente lo anunciado. El cristiano que deja crecer el Reino en su vida, deviene portador del reinado de Cristo, con su vida santa y con su apostolado: «(...) Si eres generoso..., si correspondes, con tu santificación personal, obtendrás la de los demás: el reinado de Cristo (...)» (Camino, n. 833). El cristiano debe identificarse con un deseo apasionado de extender el reino de Cristo —«¡Dios y audacia! —"Regnare Christum volumus!"», escribiría en el punto 11— que lleve a sembrar, en nuestro caminar terreno, un germen verdadero del Reino: «(...) —Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. —Después... "pax Christi in regno Christi" —la paz de Cristo en el reino de Cristo» (n. 301).

Veinticinco años después de la primera edición de Camino en 1939, el Concilio Vaticano II enseñaría que toda la Iglesia recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de instaurarlo. Ella misma viene a ser, hic in terris, su germen y principio(17). Cada cristiano participa en dicha misión. En Camino subyace esa comprensión de la relación existente entre la Iglesia y el reino de Cristo, y especialmente el papel de cada cristiano en su edificación, expuesto en ese diálogo directo con el lector que caracteriza la obra del Siervo de Dios. A través de la Iglesia, el cristiano construye un Reino —con Cristo—, que, sin duda, se consumará en el tiempo escatológico, pero ya ahora se edifica. Ésta será una de las razones para amar a la Iglesia y entregarse con alegría al apostolado: «"Et regni ejus non erit finas". —¡Su Reino no tendrá fin! ¿No te da alegría trabajar por un reinado así?» (n. 906).

Porque la Iglesia es ya el reino de Cristo en su inicio, y Él es su fundamento actual y perenne, Camino transmite esa seguridad que confiere la promesa de la indefectibilidad; la Iglesia, que peregrina entre «las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios», como recordaba el Obispo de Hipona, no decaerá. Esa misma convicción de siempre debe sostener la fe del cristiano ante la persecución y la contradicción —«el árbol de la Iglesia no hay viento ni huracán que pueda arrancarlo»— que Dios permite, en ocasiones, como purificación(18). En cierto modo, la suerte está decidida de modo definitivo. Pero el poder soberano de Dios pide una condición para desplegarse: «Dios es el de siempre. —Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura. —"Ecce non est abbreviata manus Domini". El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!» (n. 586). El autor quiere situarnos en la perspectiva precisa, ante la fácil tentación de una visión meramente humana de la acción de la Iglesia. En efecto, es el Señor quien sigue obrando entre los hombres cuando encuentra fe. Los prodigios, las intervenciones salvadoras de Dios que nos narra la Sagrada Escritura se dan ahora también en su nuevo Pueblo, pero —como tantas veces nos advierten los Evangelios— Cristo exige la fe en Él.

No es Camino un libro que incite a desear los hechos espectaculares en la Iglesia, o a solicitar las intervenciones relampagueantes de la omnipotencia divina. Ciertamente, serán necesarias en ocasiones. Sin embargo, del entero libro se transparenta ese amor por la acción extraordinariamente habitual de Dios en nuestras vidas. Es ilustrativo, a este respecto, todo el capítulo dedicado a Cosas pequeñas. Grave despropósito sería para el cristiano descuidar, tener en poco, los cauces habituales en que el Señor, en la Iglesia, sigue realizando silenciosos prodigios: la vida sacramental, la oración, la formación en la fe, dejarse guiar por la atención pastoral y materna de la Iglesia. El amor y fe en Cristo comportan amor y fe en la Iglesia, donde se incoa el reino, que crece, hoy y ahora, pero in mysterio, es decir, desvelado sólo para una mirada de fe.

c) El cristiano, hijo de la Iglesia: implicado en su misión

El amor a la Iglesia se fundamenta en que es obra de Cristo. Él la fundó, le envía su Espíritu, y sigue presente, operativo y eficaz, en ella y a través de ella. La Iglesia, enviada por Él al mundo universo, recibe la misión de anunciar y realizar la salvación efectuada una sola vez por la Sangre de su Señor. Camino lleva a cada cristiano a sentirse parte implicada en la misión: «"Id, predicad el Evangelio... Yo estaré con vosotros..." —Esto ha dicho Jesús... y te lo ha dicho a ti» (n. 904). Quiere despertar, con estas palabras, esa «memoria» cristiana de la misión, custodiada en la Escritura y Tradición(19).

En efecto, se da una continuidad real entre los discípulos inmediatos de Jesús, los que vinieron a continuación en generaciones sucesivas y los que hoy formamos la Iglesia en el siglo xx. En cierto modo, el autor describe la Iglesia como una gran familia, la «familia de Dios» de que habla el Apóstol (cfr. Eph 2, 19-22; LG, n. 6), en la que existen unas costumbres familiares, una tradición, unos vínculos íntimos sobrenaturales entre sus miembros; y, en fin, un destino común, una misión solidaria, para la que poseemos unos medios: el Crucifijo y el Evangelio(20). A los Apóstoles se les llama en ocasiones «los primeros»(21), indicando de este modo que los demás formamos una cadena que les alcanza en el tiempo, pero, sobre todo, que «los primeros» —los Apóstoles, los discípulos, los que acogieron la Buena Nueva desde Pentecostés— determinan con su vida unas conductas normativas para las generaciones posteriores, un espíritu que se transmite hecho vida. En primer lugar está, naturalmente, el ejemplo del Maestro(22). Después, la conducta apostólica: «Bebe en la fuente clara de los "Hechos de los Apóstoles" (...)» (n. 570); y la de los discípulos: «(...) procura conocer e imitar la vida de los discípulos de Jesús, que trataron a Pedro y a Pablo y a Juan, y casi fueron testigos de la Muerte y Resurrección del Maestro» (n. 925).

Conocer, vivir y amar aquellos primeros pasos de la Iglesia no será tanto un puro conocimiento, algo frío y lejano en el fondo, como tratar de incorporarse plenamente a una comunión de fe, esperanza y amor con los primeros en el tiempo.

La conciencia de participar de una misma fe, sacramentos y de idéntica misión —cumplir «un mandato imperativo de Cristo»(23)—, nos introduce, pues, en una perspectiva solidaria, «familiar» decíamos antes, de la naturaleza de la Iglesia. El cristiano no puede contemplar la Iglesia como algo que le es ajeno, aquello que se observa y juzga exteriormente. Atentaría contra sí mismo; él mismo quedaría incomprensible al margen de su Familia. Ha de sentirse un miembro más, llamado por vocación divina. Camino reafirma esta visión sobre el modo de ser y vivir in Ecclesia, cuando enfoca la relación de cada miembro con la Iglesia como una relación filial, el vínculo amoroso que une a un hijo con su Madre. Basta recordar a S. Cipriano y S. Agustín para comprobar que nos hallamos ante el patrimonio genuino de la Tradición(24). La relación filial con la Iglesia aparece fuertemente personalizada: la Iglesia es «mi Madre»; «yo soy hijo de la Iglesia»(25).

El amor surgirá como la manifestación más natural, apareciendo el rechazo, el desamor, como una aberración. La Iglesia es Madre que engendra hijos a la vida sobrenatural, los alimenta y robustece con los sacramentos —especialmente la Eucaristía—, que les enseña los misterios divinos. Al considerar la Iglesia como Madre, cada cristiano puede hacer suyas aquellas palabras que el Salmista cantaba sobre Jerusalén: Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti; si no pongo a Jerusalén en el centro de mi alegría (Ps 137, 6). En efecto, la Iglesia es llamada en la Sagrada Escritura nuestra madre y la Jerusalén celestial. La llama así S. Pablo en Gal 4, 26 estableciendo una contraposición entre la Jerusalén histórica, representada en Agar, la esposa esclava de Abraham, y la Iglesia como pueblo nacido de la nueva Alianza representada en Sara, la esposa libre. La Iglesia es la Jerusalén de arriba, libre; y si a Jerusalén se le dice Madre, porque todos han nacido en ella (Ps 137, 5), cuánto más, esto mismo se dice ahora a la Iglesia, en la que hemos nacido como hijos de Dios.

Algunas características del amor a la Iglesia

El amor a la Iglesia se fundamenta en una profunda visión de fe en su naturaleza: la mediación visible por la que Cristo sigue actuando en la historia; el reinado de Cristo, desarrollándose en el tiempo; la comunión de los discípulos de Jesucristo, desde los Apóstoles a nosotros; nuestra Madre, de la que hemos nacido a la vida de la Gracia. Motivos todos ellos por los que la Iglesia es digna de amor, veneración y fidelidad.

No encontramos en el curso de la lectura de Camino una definición teórica, sistemática y detallada, de lo que es el amor a la Iglesia. En cambio, podemos percibir los sentimientos que acompañan dicho amor, los rasgos característicos que presenta. En este sentido, el autor obra de modo natural: el amor se vive, en primer lugar; posteriormente, se describe, se refleja expresamente, y, con todo, nunca se termina de transmitir por entero hasta que no se experimenta de modo personal. En el fondo, el amor a la Iglesia es un don de Dios. Por eso, Camino no intenta tanto convencer a su lector como acompañarle en un «camino» interior, descubriéndole la belleza de la Iglesia, en espera de que la gracia le remueva e incite a unirse a su admiración.

a) El amor a la Iglesia lleva a captar, en una experiencia habitual y ordinaria, los reflejos de la esencia íntima de la Iglesia: la Comunión de los Santos. «Vivid una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo» (n. 545). Vivir en la Iglesia es, radicalmente, dejarse inundar por la vida de comunión con Dios y con la humanidad (cfr. Const. Dogm. Lumen gentium, n. 1); con ello, la fraternidad cristiana, lejana de una ilustrada filantropía, resulta una conducta anclada en Cristo: «"Saludad a todos los santos. Todos los santos os saludan. A todos los santos que viven en Éfeso. A todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos". —¿Verdad que es conmovedor ese apelativo —¡santos!— que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí? —Aprende a tratar a tus hermanos» (Camino, n. 469). De esta convicción de «vivir entre santos», ajena a una concepción paradisíaca que ignorase la caída original(26), surgen las exigencias amables de la fraternidad eclesial: la caridad silenciosa(27), la lealtad incondicional a los hermanos en la fe(28), etc.; en definitiva, la fortaleza que todos los hijos de la misma Madre han de prestarse entre sí(29).

Amar a la Iglesia supone sentir con ella, ser partícipe de sus alegrías y sufrimientos, vivir prácticamente la gozosa realidad de la comunión de los santos, abrazando, más allá de nuestra generación, a todos los que nos han precedido. Unidos en la penitencia(30), de nuestra generación, a todos los que nos han precedido. Unidos en la penitencia(30), contemplando en el cuerpo los sufrimientos de Cristo por su Iglesia (cfr. Col 1, 24); unidos en el afán apostólico, por amor a Jesucristo(31).

b) Otra característica del amor a la Iglesia, fuertemente reflejada en Camino, es la dimensión universal que adquiere ese amor. La Iglesia es «Católica», «universal»; asume todo afán noble, y verdaderamente humano, en Cristo: «¡Católico!: corazón grande, espíritu abierto», exclamará el autor(32). El horizonte del hijo de la Iglesia es el mundo entero, que desborda un espíritu empequeñecido, de cortos vuelos. Amar a la Iglesia supone amar en Cristo y para Cristo todas las realidades humanas salidas del amor creador de Dios.

El amor a la Iglesia impele, a su vez, a reconocer la acción del Espíritu Santo, que actúa donde quiere y como quiere. Supone alegrarse por el trabajo que otros realicen en servicio de la Iglesia: «Es mal espíritu el tuyo si te duele que otros trabajen por Cristo sin contar con tu labor»(33). Denotaría un falso amor el espíritu exclusivista, que desconfiase por principio o viese con prejuicios cualquier iniciativa o movimiento apostólico que surja en el seno de la Iglesia. En la Iglesia debe haber muchos caminos, nos recuerda en el punto 964: «(...) para que todas las almas puedan encontrar el suyo, en esa variedad admirable (...)». Tal diversidad no atentará a la unidad de la Iglesia, cuando el Espíritu Santo está en su origen, pues el Espíritu la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos, y la embellece con sus frutos (cfr. Const. Dogm. Lumen gentium, n. 4). No cabe sino alegrarse y amar tal variedad: «Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados. —Y pide, para ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia (...)» (Camino, n. 965)(34).

Exigencias fundamentales del amor a la Iglesia

El cristiano, si es consciente de su vocación, no puede dejar de sentir en su persona el reflejo de la santidad de la Iglesia; y, juntamente, su participación en la misión a ella confiada. Por el primer título, es impulsado a traslucir en su vida el espíritu de su Madre Santa. El amor a la Iglesia comportará, en segundo lugar, un estímulo constante para cumplir con mayor fidelidad la parte que le corresponde en la misión; y ese mismo amor le llevará a defenderla, a amarla en sus instituciones y a vibrar interiormente con la vida de la Iglesia.

a) Aludimos al comienzo de estas páginas a la santidad de la Iglesia. En efecto, la Iglesia aparece en la historia y en el mundo como el pueblo santificado por la sangre de Jesucristo; gens sancta, pueblo santo, lo llama S. Pedro en su primera epístola (1 Pet 2, 9). La Iglesia es la Esposa del Cordero Inmaculado. Y el Concilio Vaticano II parte, precisamente, de esa santidad de la Iglesia para recordar a los cristianos las exigencias de su vocación bautismal: «por ello, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad» (Const. Dogm. Lumen gentium, n. 39). El Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer, durante toda su vida, convirtió en eje de su ministerio sacerdotal, desde los primeros años, remover en los cristianos su conciencia de estar llamados a la santidad. En Camino, la llamada universal a la santidad y al apostolado resuena en todas partes, y va dirigida, particularmente, a los cristianos corrientes: «Tienes obligación de santificarte. —Tú también. —¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto"» (n. 291)(35).

Porque la Iglesia es Santa, la primera muestra de amor es buscar la santidad personal y la de los demás miembros de la Iglesia. Este es el mejor servicio a la Iglesia y la manera adecuada de pertenecer en plenitud a la Iglesia. Para Camino, pensar en el daño que representa la infidelidad es un fuerte estímulo para la propia responsabilidad: «Tendrás más facilidad para cumplir tu deber al pensar en la ayuda que te prestan tus hermanos y en la que dejas de prestarles, si no eres fiel» (n. 549).

b) La santidad personal comporta de forma ineludible la misión apostólica. Es otra exigencia del amor. Antes considerábamos el personal compromiso apostólico que el autor descubre a cada uno: «"Id, predicad el Evangelio..." (...) te lo ha dicho a ti» (cfr. n. 904). En Camino se anticipan —como es sabido— una serie de características sobre la misión propia de los fieles laicos que posteriormente describirá la Constitución Dogmática Lumen gentium del Concilio Vaticano II. Especialmente, cuando el Concilio resalta la vocación de los laicos al apostolado y cuando señala su contribución específica y necesaria en la misión de la Iglesia (cfr., p. ej., Const. Dogm. Lumen gentium, n. 33).

Naturalmente, las afirmaciones de Camino al respecto no aparecen expresadas en un lenguaje académico. Son más bien, como corresponde al género del libro, pautas para un desarrollo concreto. No es momento de detenernos en este tema, abundantemente estudiado, por otra parte. En definitiva, se trata de enfrentar al cristiano con su condición y, por tanto, iluminarle en su actuación en medio de la sociedad, en el lugar en que Dios le encuentra, o mejor, con palabras del Concilio, allí donde le ha llamado: ibi a Deo vocantur (cfr. Const. Dogm. Lumen gentium, n. 31).

El autor, sabedor de que su lector habitual formará parte de la imponente cantidad de miembros del Pueblo de Dios empeñados en los afanes humanos junto con sus hermanos los hombres, es consciente de que su actividad mantendrá una característica secular y, por tanto, respetuosa con el valor propio de las realidades creadas. En esto se manifiesta también el amor a la Iglesia: «Cuando bullen, "haciendo cabeza" de manifestaciones exteriores de religiosidad, gentes profesionalmente mal conceptuadas, de seguro que sentís ganas de decirles al oído: ¡Por favor, tengan la bondad de ser menos católicos!» (n. 371). Formulación paradójica del autor, con la que quiere defender a la Madre de los defectos de sus hijos.

Sin embargo, porque la actividad de la mayoría de los cristianos no responde a un mandato oficial eclesiástico, cabe la tentación errónea de pensar que, en cierto modo, su conducta secular está lejana de su vocación divina o, incluso, que no tienen puntos de contacto. Y, no obstante, sin ser su actuación cotidiana algo eclesiástico, es eclesial: nunca se deja de ser miembro de la Iglesia. Y su amor a la Iglesia se manifestará en la inquietud apostólica («Pequeño amor es el tuyo si no sientes el celo por la salvación de todas las almas (...)» (n. 796); en sentirse implicado, allí donde se desarrolle su actividad, en la misión apostólica de todos: «Ten presente, hijo mío, que no eres solamente un alma que se une a otras almas para hacer una cosa buena. Esto es mucho..., pero es poco. —Eres el Apóstol que cumple un mandato imperativo de Cristo» (n. 942). Un mandato que impulsa a cumplir su misión en su lugar concreto de trabajo, en la sociedad; sin convertir en eclesiásticos, obviamente, los ambientes en que se desarrolla su quehacer, pero sin olvidar ese sentire cum Ecdesia, es decir, su condición de cristiano y que ahí ha sido llamado por Dios para impregnar esas realidades con el espíritu del Evangelio, para trabajar por el Reino de Cristo(36). Camino nos recuerda lo absurdo que sería una doble vida del cristiano que prescindiese de su condición a la hora de estar presente en la edificación de la sociedad humana. Una actitud así, que redujera la operatividad de la fe al ámbito meramente intraeclesial, desvirtuaría la aportación propia y específica de los laicos(37). Al católico se le pide serlo en todas las circunstancias de la vida. Aún más, debe estar dispuesto a sacrificar todo para servir «(...) aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios» (n. 519); dispuesto a soportar todo propter electos, por la salvación de sus hermanos, como San Pablo(38).

c) El cristiano es miembro de la comunidad humana y también —no puede olvidarlo— de la Iglesia. Su amor por Ella le conducirá, sin esperar otros títulos —¡con el bautismo—, a defender a su Madre como buen hijo. Camino señala la especial responsabilidad que incumbe en este ámbito a aquellos católicos cuyo trabajo —en los medios de comunicación social, o por su cargo en la vida política o por su preparación científica— tienen una actividad de gran influencia social, para que nunca, por sus actuaciones, se pueda perjudicar a la Iglesia: «¡Cuántos crímenes se cometen en nombre de la justicia! —Si tú vendieras armas de fuego y alguien te diera el precio de una de ellas, para matar con esa arma a tu madre, ¿se la venderías?... Pues, ¿acaso no te daba su justo precio?... —Catedrático, periodista, político, hombre de diplomacia: meditad» (n. 400).

Será necesario siempre defender a la Iglesia; no es el discípulo más que el Maestro y, como Él, la Iglesia aparecerá siempre entre los hombres como signo de contradicción. En cierto modo, la fidelidad a Jesús parece llevar ese sello de autenticidad. Y, no obstante, la invitación evangélica a asemejarse a la candidez de la paloma incluye la astucia de la serpiente. Quizá una caricatura de la verdadera humildad —muchas veces originada en el desinterés personal— ha permitido, como testimonia la historia, dejaciones de derechos por parte de los cristianos —en ocasiones impuestas por la violencia, ciertamente— repitiéndose el hecho del Evangelio: brota la cizaña en la Viña del Señor. Inimicus horno hoc fecit (Mt 13, 28). Otras veces, un complejo de inferioridad frente a un mundo avasallador en sus conquistas técnicas y científicas parecía hacer refugiarse a los cristianos en un «fideísmo práctico», la fe de carbonero —profundamente legítima por otra parte, pero, sin duda, peligrosa para nuestros tiempos—, más producida por una retirada del frente de batalla que por otros motivos. Se entiende, pues, que Camino no pacte con ese estado de cosas: «Antes, como los conocimientos humanos —la ciencia— eran muy limitados, parecía muy posible que un solo individuo sabio pudiera hacer la defensa y apología de nuestra Santa Fe. Hoy, con la extensión y la intensidad de la ciencia moderna, es preciso que los apologistas se dividan el trabajo para defender en todos los terrenos científicamente a la Iglesia. —Tú... no te puedes desentender de esta obligación» (n. 338). Una manifestación, opere et veritate, de amor a la Iglesia será, entonces, procurar el cultivo de la inteligencia elevada con la luz de la fe, y alimentada con la doctrina de Jesucristo.

Si el amor hace sentir a los hijos cualquier ataque a la Madre como hecho a uno mismo, sería lamentable que, aparcando el sentido común, hubiera cristianos que —por ingenuidad, o por inconfesables intereses egoístas— coreasen a aquellas personas que, de una u otra forma, tratan irrespetuosamente a la Iglesia, su fe o sus instituciones. Refiriéndose a posibles —y reales— ataques a la Iglesia desde el terreno científico, nos aconseja: «Servir de altavoz al enemigo es una idiotez soberana; y, si el enemigo es enemigo de Dios, es un gran pecado. —Por eso, en el terreno profesional, nunca alabaré la ciencia de quien se sirve de ella como cátedra para atacar a la Iglesia» (n. 836). El consejo sigue siendo actual.

d) Las expresiones en que se concreta el amor a la Iglesia en Camino no se reducen a una actitud de defensa frente a las asechanzas externas. Es natural que el amor lleve, de modo primario, al reconocimiento de las magnalia Dei, de la acción de Dios, de la grandeza del obrar divind en su Iglesia.

Camino nos incita, como una exigencia derivada del amor, al aprecio y veneración, por ejemplo, del don del sacerdote ministerial, fundado en esa representación de Cristo que es el sacerdote: «El Sacerdote —quien sea— es siempre otro Cristo» (n. 66); o también al respeto por el carisma religioso, en sus múltiples expresiones queridas por el Espíritu: «Si no tienes veneración suma por el estado sacerdotal y el religioso, no es cierto que ames a la Iglesia de Dios» (n. 526). El motivo de ese amor se reconduce, en consecuencia, a la fe en la presencia de Cristo en sus ministros, en un caso; o al reconocimiento del don de Dios a la Iglesia, en el segundo.

e) En fin, no podía faltar en la obra del Siervo de Dios, en la que vibra por la santidad de la Iglesia, una referencia profunda y radical a la liturgia, a la oración del Cuerpo místico de Cristo, Cabeza y miembros. Constituye, por así decir, la vida interior de la Iglesia que debe nutrir la vida personal del cristiano. De otra parte, un miembro de la Iglesia debe reconocer en la liturgia un motivo más de agradecimiento a Dios, que ha querido esa economía de gracia accesible al hombre, traducida en signos; especialmente agradecido se debe mostrar —lo veíamos antes— con aquellos signos que realizan eficazmente lo significado, los sacramentos (en los que actúa el mismo Cristo: cfr. n. 521). Toda la vida litúrgica, no obstante, hace presente —de diverso modo— el misterio cristiano. Por ello, es digna de veneración y necesaria: «Ten veneración y respeto por la Santa Liturgia de la Iglesia y por sus ceremonias particulares. —Cúmplelas fielmente. —€No ves que los pobrecitos hombres necesitamos que hasta lo más grande y noble entre por los sentidos?» (n. 522). Respeto que Camino extiende al cuidado y esplendor con el que se ha de tratar todo lo relacionado con el culto divino. El amor al Señor, a la Iglesia, a la liturgia, lleva a no escatimar nada ante la magnificencia divina, según muestra la escena evangélica de Mt 26, 6-13, interpretada en Camino, n. 527: «Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios. —Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco. —Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: "Opus enim bonum operata est in me" —una buena obra ha hecho conmigo».

Sentire cum Ecclesia, en la vida litúrgica, implica cultivar la vida interior en consonancia con la oración «familiar» de la Iglesia; orar con la liturgia: «Tu oración debe ser litúrgica. —Ojalá te aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de oraciones privadas o particulares» (n. 86); cantar con la liturgia(39); encontrar en su solemne sobriedad el paso de Dios entre los hombres(40). Hasta en los detalles más pequeños, el autor de Camino descubre la manifestación de una fe viva, la serena presencia de Dios ante la que el hombre reconoce su soberanía, el honor de Dios(41).

Todo lo cual lleva también a apreciar las ricas expresiones de fe que encierran las devociones populares: «¿Quién te ha dicho que hacer novenas no es varonil? —Varoniles serán esas devociones, cuando las ejercite un varón..., con espíritu de oración y de penitencia» (n. 574).

El amor al Papa

Decíamos al comienzo de estas páginas que el amor a la Iglesia constituye uno de los hilos conductores de Camino con los que se va enriqueciendo el tejido sobrenatural de la existencia cristiana, En el contenido de ese amor a la Iglesia no puede faltar el amor al Romano Pontífice. Para el autor de Camino, el Papa es sencillamente —con todo lo que implica— «Pedro», el pescador de Galilea llamado por Cristo a ser roca firme sobre la que se habría de apoyar la fe de sus hermanos, una fe segura porque cuenta con la oración infalible de Cristo (cfr. Lc 22, 32).

El Papa, sea quien sea, es Pedro y, en consecuencia, es el camino seguro para llegar a Cristo: «Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam», nos propone el autor como una orientación para la vida cristiana en el n. 833. El Romano Pontífice es contemplado, pues, en su calidad de Sucesor de Pedro, Cabeza visible de la Iglesia. Ciertamente, el Papa —dirá la teología— no posee todas las prerrogativas que tuvo Pedro, como testigo directo de la vida de Jesús. No se trata en Camino de elaborar una teología del primado, sino de suscitar la fe que reconoce en el Papa la presencia perpetua del ministerio petrino de unidad, de comunión. De igual modo que el Apóstol de las gentes decidió, movido por la fe en el ministerio de Pedro en la Iglesia, ir a Jerusalén tras su conversión «videre Petrum», para «ver a Pedro» (cfr. Gal 1, 18), así en Camino el autor nos invita a afianzar el sentimiento de ser hijo de la Iglesia, el gozo de pertenecer a la Iglesia Católica Romana, por el reconocimiento del Vicario de Cristo en la tierra: «Católico, Apostólico, ¡Romano! —Me gusta que seas muy romano. Y que tengas deseos de hacer tu "romería", "videre Petrum", para ver a Pedro» (n. 520).

Los deseos de comunión y el ferviente amor al Papa son considerados en Camino como un don de Dios, que hemos de saber agradecer: «Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón» (n. 573). En efecto, aunque el amor al Papa puede ser cultivado y acrecentado en nuestro corazón, no deja de ser, en último término, fruto de la acción del Espíritu Santo que es el alma de la Iglesia y el que pone la semilla de la unidad en el corazón de todos los cristianos.

En conclusión, el amor a la Iglesia y al Papa en Camino no es un sentimiento periférico o accidental, sino que constituye una de las líneas de fuerza más profundas del contenido del libro, junto con la filiación divina y la llamada del cristiano a vivir la santidad en medio del mundo, en el trabajo ordinario. El amor a la Iglesia adquiere una dimensión bien concreta en el amor a las realidades visibles en las que ésta se manifiesta y se despliega en la historia: la liturgia, la doctrina, el Papa, el estado sacerdotal, los hermanos en la fe, y todos los hombres, pues todos están llamados a participar en la salvación que Cristo ofrece mediante la Iglesia. De ahí que el amor a la Iglesia sea una fuerza que estimula al cristiano a la búsqueda de la santidad y al apostolado. Y, precisamente, a la consecución de la santidad en medio de las realidades temporales, pues es ahí donde la Iglesia tiene su punto de inserción en el mundo para santificarlo desde dentro.

Este amor a la Iglesia, concreto y operativo, se percibe en Camino como un don de Dios al hombre, algo que el mismo Señor ha puesto en el corazón del cristiano y, en su caso, del autor del libro. Se entronca así con la virtud teologal de la caridad, ya que el amor del Cristiano a la Iglesia es participación del mismo amor con que la ama Cristo. El cristiano ama entonces a la Iglesia con ese amor de Dios y de Cristo que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5, 5). El cristiano puede contemplar en la Iglesia la bondad y el amor de Dios que se nos ha manifestado en Cristo y nos llega a través de las acciones sacramentales de la Iglesia. Considerando la realidad sobrenatural, y humana al mismo tiempo, de la Iglesia, se comprende la verdad profunda del amor, que consiste no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiación por nuestros pecados (1 Ioh, 4, 10). Así, realmente, el amor a la Iglesia es un don de Dios, pero un don que está orientado a suscitar en el cristiano unos sentimientos de gozo y de fidelidad a la Iglesia que impregnan toda su existencia.

(1) Años más tarde, Mons. Escrivá de Balaguer quiso que junto a unas reliquias de Santa Catalina de Siena figurase esta inscripción: Dilexit opere et veritate Ecclesiam Dei ac Romanum Pontificem, como para resumir, en apretada síntesis, la vida de entrega de la Santa, y su personal admiración por ella.

(2) Quizás es ya hora de precisar la oposición que en ocasiones se establece entre una espiritualidad «individualista» y «eclesial». Toda espiritualidad cristiana correcta es, obviamente, eclesial. Sin embargo, hablar de «individualismo» —ininteligible en la vida cristiana— fácilmente puede identificarse —en un claro equívoco— con el cultivo y desarrollo, conducido por el Espíritu Santo, de la vida cristiana en cada alma. Ciertamente un cristiano no lo es individualmente, pero sí «personalmente», lo cual es a todas luces distinto. La Iglesia forma, con palabras de Santo Tomás, «quasi una mystica persona». Y no obstante —éste es un aspecto del misterio de la Iglesia—, sin enajenar la personalidad propia de cada uno de sus miembros.

(3) Es bien conocida la caracterización de nuestro siglo xx como «el siglo de la Iglesia». Con ello se alude al despertar de la vida cristiana al sentido de Iglesia, saberse parte de un todo al que cada uno se halla incorporado, y que representa una dimensión esencial de la vida de todo cristiano. Entendemos que este valor está presente en Camino, no tanto como afirmación explícita y desarrollada teológicamente, sino más bien como algo admitido, fomentado y subyacente en muchos de los consejos espirituales que ofrece el autor. La naturaleza de Camino, en todo caso, es diferente de las obras, hoy ya clásicas, que a lo largo de los años, de entreguerras y posteriormente, influyeron en la elaboracion de la eclesiología dogmática. Pensemos en un R. Guardini, K. Adam, Domm Vonier, etc., en Alemania, o un H. Clérissac en Francia. No cabe, en este sentido, un paralelismo adecuado entre géneros diferentes. No obstante, ambos tipos de literatura confluyeron, sin duda, en el caudal reunido en el último Concilio.

(4) Carecería de sentido, a nuestro juicio, intentar deducir el pensamiento eclesiológico de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer sólo a partir de Camino. A lo largo de su abundante producción posterior, el autor desarrolló una profunda percepción eclesiológica, cuyo contenido, ciertamente, se halla ya en Camino, pero —no importa repetirlo— bajo el punto de vista de la realidad existencial cristiana. Para hacerse una idea más completa de la personalidad teológica de Mons. Escrivá es imprescindible consultar P. RODRÍGUEZ-P. G. ALVES DE SOUSA-J. M. ZUMAQUERO (dir.), Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei. En el 50 Aniversario de su fundación, ed. EUNSA, Pamplona, 1985; y P. RODRÍGUEZ, Vocación, Trabajo, Contemplación, ed. EUNSA, Pamplona, 1986. Por el género propio de Camino sería inadecuado querer hallar una teorización completa sobre los ministerios, o sobre la teología del laicado, por poner algunos ejemplos. En cambio, sí es legítimo, y necesario, descubrir la profunda renovación que, como fenómeno pastoral, suponen las afirmaciones de Camino sobre las relaciones sacerdocio ministerial y sacerdocio común, y la manera propia del vivir laical cristiano y, en definitiva, sobre la llamada universal a la santidad como despliegue operativo del Bautismo. Es en este sentido, a nuestro juicio, como Juan Pablo II podía decir de Mons. Escrivá «que, desde los comienzos, se ha anticipado a esa teología del laicado, que caracterizó después a la Iglesia del Concilio y del Posconcilio».

(5) «Sin embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente» (Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, n. 9).

(6) Cfr. Commonitorio, cap. II. No debe sorprender, por tanto, que el autor de Camino refleje en sus textos esas verdades solemnemente expuestas y enseñadas por el magisterio del Concilio Vaticano II. Es el lazo de la tradición genuina que une la fe cristiana a través de los siglos; el Espíritu Santo que, actuando en la Iglesia, impele a sus miembros a vivir la perenne novedad del Evangelio.

(7) A los teólogos les ha llamado la atención repetidamente la ausencia, en los Santos Padres, de un tratado teológico expreso sobre la Iglesia; incluso entre los Escolásticos, comenzando por S. Tomás de Aquino, se descubre este fenómeno. Es que la Iglesia tiene el valor de lo obvio: es algo vivido antes que expresado; realizada en su liturgia, en sus sacramentos, en la vida de comunión. El cristiano vive inmerso en ella.

(8) Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, n. 39.

(9) Especialmente en toda actuación apostólica: «Es inútil que te afanes en tantas obras exteriores si te falta Amor. —Es como coser con una aguja sin hilo. ¡Qué pena, si al final hubieras hecho "tu" apostolado y no "su" Apostolado!» (Camino, n. 967).

(10) Es claro —falso amor sería lo contrario— que el amor al Papa incluye el respeto y veneración por sus hermanos en el episcopado. Así lo veía San Gregorio Magno: «Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es la solidez de la fuerza de mis hermanos. Entonces se me tributa verdaderamente un honor, cuando no se escatima el honor debido a cada uno en particular» (Epist. ad Eulogium episc. Alexandrinum VIII, 30: ML, 77, n. 933).

(11) Cfr. Const. Dogm. Lumen gentium, n. 3.

(12) Mons. Escrivá de Balaguer, con gran fuerza afirmaría años más tarde: «La Iglesia

es eso: Cristo presente entre nosotros, Dios que viene hacia la humanidad para salvarla» (Es Cristo que pasa, n. 131).

(13) Cfr. Const. Dogm. Lumen gentium, n. 8: la Iglesia «es el Reino de Cristo presente actualmente en misterio, que por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo» (ibídem, n. 3).

(14) No podemos tratar aquí —no es el lugar— de los elementa seu bona Ecclesiae presentes en las iglesias y comunidades separadas de Roma, y que iure pertinent a la única Iglesia (cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 3).

(15) Const. Dogm. Lumen gentium, n. 1.

(16) Es significativo que, tiempo después, aplicara el Siervo de Dios ese mismo termino en parecido contexto: «Esta Iglesia Católica es romana. Yo saboreo esta palabra: ¡romana! Me siento romano, porque romano quiere decir universal, católico; porque me lleva a querer tiernamente al Papa, il dolce Cristo in terca, como gustaba repetir Santa Catalina de Siena, a quien tengo por amiga amadísima» (Hom. Lealtad a la Iglesia, en Amar a la Iglesia, Madrid, 1986, p. 36).

(17) Cfr. Const. Dogm. Lumen gentium, n. 5.

(18) «El vendaval de la persecución es bueno. —¿Qué se pierde?... No se pierde lo que está perdido. —Cuando no se arranca el árbol de cuajo —y el árbol de la Iglesia no hay viento ni huracán que pueda arrancarlo— solamente se caen las ramas secas... Y ésas, bien caídas están» (Camino, n. 685).

(19) No debe pensarse que ese encargo fuera exclusivo de los Apóstoles y de sus sucesores, el Orden episcopal. La Iglesia entera recibe la misión, el «envío»; por propia naturaleza es «enviada». Ciertamente, cada miembro la realizará según su posición en la Iglesia: suo modo, pro parte sua, según expresiones que utiliza el Concilio Vaticano II al referirse a esa diversidad de las condiciones cristianas, posteriores a su radical igualdad bautismal. El autor de Camino, en este sentido, no duda en referir la misión a cada cristiano.

(20) «Pero... ¿y los medios? —Son los mismos de Pedro y de Pablo, de Domingo y Francisco, de Ignacio y Javier: el Crucifijo y el Evangelio... —¿Acaso te parecen pequeños?» (Camino, n. 470).

(21) Cfr. Camino, n. 779.

(22) «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo» (Camino, n. 2).

(23) «Ten presente, hijo mío, que no eres solamente un alma que se une a otras almas para hacer una cosa buena. Esto es mucho..., pero es poco. —Eres el Apóstol que cumple un mandato imperativo de Cristo» (Camino, n. 942).

(24) «No puede tener a Dios como Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre», escribía San Cipriano en su Tratado sobre la unidad de la Iglesia Católica, cap. 6. Y de forma parecida San Agustín: «Amemos al Señor nuestro Dios, amemos a su Iglesia. A Él como a un padre, a ella como a una madre...» (Enarrationes in Psalmos, 88, 2; PL 37, 1140). En una homilía pronunciada en 1972 sobre El fin sobrenatural de la Iglesia, Mons. Escrivá de Balaguer recogería, junto a otras, esas dos citas de los Santos Padres, hablando precisamente del amor filial a la Iglesia. Un ejemplo más de cómo Camino enlaza profundamente con la tradición patrística.

(25) «¡Con qué infame lucidez arguye Satanás contra nuestra Fe Católica! Pero, digámosle siempre, sin entrar en discusiones: yo soy hijo de la Iglesia» (Camino, n. 576).

(26) «Si eres tan miserable, ¿cómo te extraña que los demás tengan miserias?» (Camino, n. 446).

(27) «Cuando hayas terminado tu trabajo, haz el de tu hermano, ayudándole, por Cristo, con tal delicadeza y naturalidad que ni el favorecido se dé cuenta de que estás haciendo más de lo que en justicia debes. -¡Esto sí que es fina virtud de hijo de Dios!» (Camino, n. 440).

(28) «No admitas un mal pensamiento de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den pie para juzgar así razonablemente» (Camino, n. 442). «La murmuración es roña que ensucia y entorpece el apostolado. —Va contra la caridad, resta fuerzas, quita la paz, y hace perder la unión con Dios» (Camino, n. 445).

(29) «"Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma". —El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada. —Piensa un rato y decídete a vivir la fraternidad que siempre te recomiendo» (Camino, n. 460).

(30) «Si sientes la Comunión de los Santos —si la vives—, serás gustosamente hombre penitente. —Y entenderás que la penitencia es "gaudium, etsi laboriosum" —alegría, aunque trabajosa: y te sentirás "aliado" de todas las almas penitentes que han sido, son y serán» (Camino, n. 548).

(31) «El esfuerzo de cada uno de vosotros, aislado, resulta ineficaz. —Si os une la caridad de Cristo, os maravillará la eficacia» (Camino, n. 847).

(32) «Ser "católico" es amar a la Patria, sin ceder a nadie mejora en ese amor. Y, a la vez, tener por míos los afanes nobles de todos los países. ¡Cuántas glorias de Francia son glorias mías! Y, lo mismo, muchos motivos de orgullo de alemanes, de italianos, de ingleses..., de americanos y asiáticos y africanos son también mi orgullo. Católico!: corazón grande, espíritu abierto» (Camino, n. 525).

(33) «Es mal espíritu el tuyo si te duele que otros trabajen por Cristo sin contar con tu labor. —Acuérdate de este pasaje de San Marcos: "Maestro: hemos visto a uno que andaba lanzando demonios en tu nombre, que no es de nuestra compañía, y se lo prohibimos. No hay para qué prohibírselo, respondió Jesús, puesto que ninguno que haga milagros en mi nombre, podrá luego hablar mal de mí. Que quien no es contrario vuestro, de vuestro partido es"» (Camino, n. 966).

(34) Es admirable la grandeza de corazón que Dios concedió a su Siervo, en un ámbito —la acción apostólica— en que tan sutilmente reaparecen en la Iglesia las celotipias que denunciaba ya el Apóstol: Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo. ¿Està dividido Cristo? ¿O ha sido Pablo crucificado por vosotros o habéis sido bautizados en su nombre? (1 Cor, 1, 12-13).

(35) Considerando las cosas desde nuestra perspectiva actual y, sobre todo, a partir de la recepción solemne de esta doctrina en el Concilio Vaticano II (cfr. Const. Dogm. Lumen gentium, n. 40, & 2), puede llamar la atención que esta afirmación supusiera una novedad en los años en que aparece Camino. Como principio, ciertamente, nadie negaría la afirmación evangélica. No obstante, las implicaciones que desarrolla en Camino Mons. Escrivá de Balaguer, sobre lo que supone una espiritualidad para el cristiano corriente —el laico— propia y adecuada a su posición en la Iglesia y en el mundo, sí representaban una novedad en el ambiente de la época en que el modelo de perfección religiosa, con la profesión de los consejos evangélicos coram Ecclesiam, se presentaba como el analogado principal de toda espiritualidad tanto para los seglares como para los clérigos.

(36) «¡Qué afán hay en el mundo por salirse de su sitio! —¿Qué pasaría si cada hueso, cada músculo del cuerpo humano quisiera ocupar puesto distinto del que le pertenece? No es otra la razón del malestar del mundo. —Persevera en tu lugar, hijo mío: desde ahí ¡cuánto podrás trabajar por el reinado efectivo de Nuestro Señor!» (Camino, n. 832).

(37) «Aconfesionalismo. Neutralidad. —Viejos mitos que intentan siempre remozarse. ¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?» (Camino, n. 353).

(38) «"Ideo omnia sustineo propter electos" —todo lo sufro, por los escogidos, "ut et ipsi salutem consequantur" —para que ellos obtengan la salvación, "quae est in Christo Jesu" —que está en Cristo Jesús. —¡Buen modo de vivir la Comunión de los Santos! —Pide al Señor que te dé ese espíritu de San Pablo» (Camino, n. 550).

(39) «Canta la Iglesia —se ha dicho— porque hablar no sería bastante para su plegaria. —Tú, cristiano —y cristiano escogido—, debes aprender a cantar litúrgicamente» (Camino, n. 523).

(40) «Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo —mesa y ara—, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la Cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y recio el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta. —Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia?» (Camino, n. 543).

(41) «Hay una urbanidad de la piedad. —Apréndela. —Dan pena esos hombres "piadosos" que no saben asistir a Misa —aunque la oigan a diario—, ni santiguarse —hacen unos raros garabatos, llenos de precipitación—, ni hincar la rodilla ante el Sagrario —sus genuflexiones ridículas parecen una burla—, ni inclinar reverentemente la cabeza ante una imagen de la Señora» (Camino, n. 541).