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Dimensión teológica de Camino
José Morales. Dimensión teológica de Camino

 

Entiendo que las diferentes aproximaciones a Camino, elegidas para esta sesión académica, no pueden concebirse ni desarrollarse como visiones autónomas del libro. Deben tener en cuenta todas ellas la índole espiritual que lo impregna, y que es la clave para leerlo y comprenderlo.

Si algo demuestra esta edición es la naturaleza estrictamente espiritual de Camino, en su génesis, en su desarrollo dentro del alma del autor, y en su versión final. Tal carácter espiritual no se contradistingue, sin embargo, de sus dimensiones teológicas, en gran medida implícitas y latentes en todas las páginas.

Pero recomienda sobriedad y cautela intelectual a la hora de situar el libro en el marco de una reflexión teológica propiamente dicha. Con Camino las cosas han de ser siempre sencillas, si se quiere sintonizar bien con su naturaleza de libro religioso.

Esta edición nos permite leer Camino en varias dimensiones, y verlo como en pantalla gigante. Advertimos mejor que el autor no habla desde un pedestal, y ni siquiera desde un púlpito. Sino que escribe como un ser humano que hace confidencias «de amigo, de hermano, de padre» (Prólogo). El carismático y el hombre de todos los días viven en la misma persona.

Camino ha sido y es un acontecimiento del Espíritu, un “libro de fuego” de los que su autor deseaba escribir y en gran parte escribió, pero es sin duda el más representativo de todos los textos publicados hasta ahora, antes y después de su muerte.

Sólo la sencillez de un mensaje profundo, que se nutre del misterio trinitario vivido y experimentado –podríamos decir gustado– por el autor, puede explicar la difusión del libro, al margen de otras coyunturas y contingencias históricas más o menos favorables.

La historia cultural y religiosa nos enseña que los libros de mayor eco y repercusión en el pueblo cristiano no suelen ser obras formalmente teológicas. Si consideramos que Camino es uno de los grandes libros del siglo veinte, no conseguiríamos situar junto a él una obra de teología académica o un ensayo teológico que hayan alcanzado una difusión y una influencia semejantes.

Pero Camino no es una obra ajena a la teología, de modo que esta intervención no sólo está justificada, sino que es necesaria para apreciar el significado y los horizontes del libro. Lo espiritual y lo teológico hunden sus raíces, dentro de la Iglesia, en el mismo suelo, que es el Evangelio de Jesús. Puede haber así exposiciones históricas, catequéticas, o especulativas de la doctrina, y puede haber propuestas espirituales y operativas de lo cristiano, que son documentos sobre la práctica del Cristianismo. Pero esos géneros no se presentan ni actúan como compartimentos estancos, sino que son, por el contrario, mutuamente porosos. Forman unidad, porque sus elementos son comunes, y el impulso es el mismo.

El valor propiamente teológico de Camino se subordina a su valor espiritual, pero es un libro teológico, aunque no pueda ser llamado libro de teología.

Camino es un libro teológico porque se asienta en la coherencia y alta inteligibilidad del misterio cristiano que lo fundamenta. Su contenido permite entonces extraer líneas de reflexión teológica, que subyacen bajo lo que se dice de modo explícito, y que recorren como hilos unificadores capítulos que destacan por la gran variedad de los asuntos tratados.

En una entrevista publicada en Le Figaro (París) el l6 de mayo de l966(1) decía el autor de Camino: «No es un libro para los socios del Opus Dei solamente; es para todos, aun para los no cristianos»(2). El libro se abre desde dentro a una racionalidad que lo populariza, y que lo acerca a la «fe que busca entender», es decir, a la fe pensada, que es una de las descripciones más breves y precisas de la Teología.

Camino presta, desde Dios, un homenaje a la razón humana, sin someterse a ella en ningún momento ni hacerle concesiones indebidas. Actúa de modo parecido a como ha obrado la Iglesia, cuando ha distribuido el Credo en tres artículos, según las Personas divinas, en un orden comprensible, que no pretende escrutar el misterio de la Trinidad, pero sugiere la gran afinidad de la fe cristiana con la razón humana.

El autor no solamente no arrincona el intelecto creyente, sino que viene a sugerir con frecuencia, como los autores clásicos y modernos de la teología cristiana, que para creer hay que entender (intelligo ut credam), dando así lugar a un singular círculo hermenéutico, puesto que es también verdad que para entender hay que creer (credo ut intelligam).

«Si has de servir a Dios con tu inteligencia, para ti estudiar es una obligación grave»(3). Estas palabras subrayan el carácter central del estudio en la vida del cristiano, pero pueden y deben leerse también como una crítica de toda actitud fideísta, que separa la razón y la fe, y basa la creencia en los sentimientos y en la bondad del corazón.

Cuando Pedro Rodríguez aborda la exposición sintética de lo que llama articulación interna del orden de Camino en tres partes, reconoce, en primer lugar, la dificultad patente «de articular los capítulos de Camino, de encajarlos dentro de una sistemática teológica» y advierte que «el plan académico de las materias teológicas y los esquemas de los manuales fracasan a la hora de comprender la secuencia de un libro que, por otra parte, está lleno de intuiciones y sugerencias teológicas»(4).

Propone, sin embargo, un «esquema teológico de comprensión», que discierne en el libro tres momentos o asuntos fundamentales de largo desarrollo. Serían «seguir a Cristo», «caminar in Ecclesia», y ser «plenamente en Cristo». Cada uno de ellos aglutina en torno a sí contenidos sustanciales de la obra, y la secuencia de los tres temas permitiría interpretar Camino en un sentido ascensional. Camino, o el Camino, se presenta entonces como una subida, paso a paso, hacia la vida eterna a través del mundo y de la condición secular. La llamada de Dios es una llamada al cielo, pero incluye otros llamamientos intermedios e imprescindibles, que ocurren a lo largo de la vida, cuando se desarrolla la existencia temporal de la persona llamada.

Pienso que, a la vez, la comprensión teológica de Camino se facilita si lo consideramos construido en torno a dos núcleos, entendidos como dos centros –podemos pensar, si nos sirve la comparación, en los dos polos de una elipse–. Podrían ser, a mi juicio, la gloria y el amor de Dios, de un lado; y siempre en relación con éste un segundo centro, que es la gracia cristiana –la gracia de Cristo– como sanadora y elevante del hombre y de la mujer al nivel de su destino eterno.

Se trata de dos centros que siempre están en relación, porque es el amor divino el que tira del ser humano hacia arriba y hacia el fondo de sí mismo, a través de Jesucristo. Sursum vocant illum initia sua. Y con el hombre tira también hacia arriba de todo lo creado.

Creo que este modo de mirar Camino, uno entre los posibles, permite bien tomar al libro su pulso teológico. La realidad humana, y todo lo que depende de ella, parece hallarse en un continuo movimiento de expansión y de contracción, semejante a los ritmos de diástole y sístole propios del corazón humano. La humanidad tiende siempre a Dios, pero su condición caída la aparta siempre de Él. Es como un doble impulso permanente y contrario, que sólo la gracia de Cristo puede superar en lo que tiene de trágica hipoteca para la existencia humana.

Camino levanta acta de este hecho y brinda una salida. Esta salida no ha sido simplemente imaginada por el autor, ni responde a una concepción de la vida derivada sólo del pensamiento y la reflexión. Tiene que ver ante todo con la experiencia de una vida en la que Dios es lo primero y lo último, y en la que lo objetivo y lo subjetivo se anudan.

En este sentido, Camino se nos presenta como un libro teocéntrico, escrito como una respuesta personal al amor de Dios, y como un homenaje ardiente a la gloria divina. «No hay más amor que el Amor» (n. 4l7). No era ésta en el autor de Camino una afirmación libresca. Era por don del Cielo la respiración de su alma, y de ahí provenía su capacidad de trasmitir a otros ese amor.

José Luis Múzquiz, uno de los tres primeros fieles laicos del Opus Dei que recibieron la ordenación sacerdotal, rememora su primer encuentro con el Beato Josemaría en la Residencia de Ferraz, año 1935. Hablaron primero, brevemente, del horizonte de un apostolado de la profesión. «Inmediatamente después –escribe Múzquiz– el Padre me dijo: No hay más amor que el Amor: los otros son amores pequeños. Se veía que le salía del fondo del alma, de un alma enamorada de Dios. Los circuitos mentales que yo tenía terminaron entonces de fundirse»(5).

Y junto al Amor, la gloria divina. «Deo omnis gloria». —Para Dios toda la gloria(6). «El Deo omnis gloria... es una de las palabras más antiguas y habituales en los labios y en la pluma de Escrivá para expresar la radicalidad de la vida cristiana, y en concreto de la vida cristiana en el mundo. Es una síntesis teo-lógica de la doxología final del Canon romano»(7).

Preguntado en cierta ocasión sobre la virtud que juzgaba la más determinante en la vida y en la persona del Beato Josemaría, su sucesor Álvaro del Portillo respondió inmediatamente y sin dudarlo un instante que esa virtud era el amor de Dios, y añadió: un amor intenso y ardiente.

Naturalmente, el teocentrismo de Camino relativiza lo terreno, pero no coloca al mundo creado entre paréntesis, y mucho menos lo absorbe. Tampoco cuestiona la validez en sí de lo que entendemos normalmente por mundo, no en sentido cosmológico sino como conjunto de realidades humanas construidas y desarrolladas en el tiempo.

Es aquí donde se inserta, a mi juicio, la gracia cristiana en la dinámica de Camino. Esa gracia es un don, pero se trata de un don relacional, porque, aparte de Jesucristo (que es la Gracia misma), no existe como algo en sí, sino haciendo referencia al hombre y a la mujer que la reciben. La reciben para trasformarse libremente, y según toda su humanidad espiritual y somática, en templos vivos de Dios, sin dejar de ser ellos mismos. Aquí entra en juego, en la visión de Camino, una idea de la criatura racional, según la cual lo humano y lo cristiano se encuentran en una misteriosa relación de continuidad/discontinuidad.

Se encuentra implícita la fuerza expansiva del principio teológico de que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la eleva y perfecciona. Gratia non tollit naturam, sed perficit. Sólo con la gracia de Dios «aparecerá la escultura, imagen de Jesús, en que se convierte el hombre santo», leemos en el punto 56. Pero la materia prima preexiste. Es el hombre mismo creado por Dios, el hombre que, aunque es un ser caído, no ha perdido su condición de imagen divina.

La caridad que se despliega y se realiza de modo práctico en los actos virtuosos necesita un soporte natural para desarrollarse. Y a la inversa, no hay ningún don infuso que no tenga una base en cualidades naturales de quien lo recibe. La dinámica de las ideas y de las vivencias que han construido Camino lleva a afirmar, en mi opinión, el principio siguiente: cuanto más humano el hombre, más cristiano; y viceversa: cuanto más cristiano, más humano. Esto es en realidad un trasunto fiel de una crucial afirmación cristológica, según la cual, Jesucristo es cuanto más divino, más humano, y cuanto más humano, más divino.

Pienso haber señalado algunas de las razones que autorizan a entender Camino como un libro teológico, considerado siempre en su marco propio de texto espiritual. Así la teología, hecha espíritu y religión cristiana desnuda, se convierte en una lanza que hiere y sana.

Notas

(1)Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 36, 17ª ed., Rialp, Madrid 1989.

(2)Cit. en la edición crítica, p. 173.

(3)Camino, 336; edición crítica, p. 504s.

(4)Edición crítica, p. l84.

(5)Edición crítica, p.571.

(6)Camino, 780, inicio.

(7)Edición crítica, p. 857.