1. Se ofrece al lector este volumen conmemorativo de Camino con ocasión de los tres millones de ejemplares que han sido publicados y difundidos por todo el mundo desde 1939 hasta 1987. No es por lo tanto una conmemoración que se haga —como ocurre a veces— para recordar a un autor del pasado. Este libro no ha sufrido ningún olvido histórico.
La naturaleza misma del presente volumen indica justamente lo contrario. Mucho menos se trata de solicitar la atención sobre un éxito editorial que nunca fue buscado por sí mismo.
Como muchas personas que han sido y son lectores habituales de Camino, los colaboradores de esta publicación desean preguntarse por algunas de las razones que han situado a Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975) entre los autores de nuestro tiempo más leídos y tenidos en cuenta por tantos cristianos y hombres de buena voluntad. Formulada de diversas maneras, es la misma cuestión que ha cruzado con frecuencia la mente de católicos y no católicos, de creyentes e incrédulos, de intelectuales y obreros, de viejos y jóvenes, de laicos y sacerdotes.
He aquí un libro nacido en precisas coordenadas de tiempo y espacio que ha demostrado tener un destino universal. Escrito en castellano, ha venido a ser libro de horas para gente de cien naciones que habla y reza en los idiomas más diferentes. Reflejo de una experiencia espiritual singular y personalísima, se ha convertido desde el principio en pauta de vida cristiana, que ha impulsado decisiones evangélicas y consolidado convicciones de fe en hombres y mujeres incontables.
No faltaban voces en los años treinta que proclamaban con seguridad y aplomo el ocaso de la literatura espiritual. Y sin embargo Camino es una muestra patente del carácter imperecedero de esa corriente de obras espirituales cristianas, que manifiesta la operación continua y renovadora del Espíritu y nos habla de una permanente y generosa búsqueda humana del mayor Amor.
Camino forma parte de una tradición espiritual que arranca del mismo Evangelio. Pero no constituye un eslabón ordinario en la cadena de esos testimonios que han expresado y originado vida cristiana. Porque este libro no es una obra didáctica o simplemente estimulante. Camino refleja un acontecimiento del Espíritu.
Tenía entonces que ser necesariamente un capítulo aparte en la rica historia de la espiritualidad cristiana, que ha podido relanzar y también reestrenar en Camino sus mejores rasgos evangélicos.
Hemos asistido y asistimos aún a una nueva época para la teología espiritual. Preterida en el mundo estudioso de la teología científica, separada de la dogmática y ajena muchas veces a los cometidos pastorales y misioneros en relación con el mundo, la teología espiritual vuelve hoy paulatinamente por sus fueros y reivindica pacífica pero eficazmente su lugar entre las disciplinas teológicas y su importancia en la misión global de la Iglesia. Camino ha contribuido significativamente a este saludable y esperado proceso que, ciertamente no concluido todavía, ha efectuado pasos de gigante durante las últimas décadas.
Los teólogos han redescubierto con algún asombro y a veces con justificado entusiasmo que la teología espiritual es punto natural de intersección de los aspectos más importantes de la existencia cristiana, el lugar donde convergen inevitablemente dogma y Evangelio, libertad y gracia, antropología y teología, contemplación y apostolado, silencio del templo y trabajo en el mundo. La percepción creciente de esta realidad —insoslayable si se quiere edificar una vida cristiana que pueda estar en el mundo y salvarlo desde dentro— obliga a abandonar concepciones estrechas y limitadas de la teología espiritual, que podrían haber contribuido a la reducción y al aislamiento que todos lamentan hoy.
La teología espiritual no puede ser ya un rincón de la teología cristiana en el que se examinan únicamente los espacios interiores de la persona que busca a Dios o se escruta la psicología de hombres y mujeres que, pendientes de los fenómenos que la gracia opera en el fondo de su alma, apenas encuentran tiempo y ocasión para fijar una mirada creyente en el mundo, las personas que lo habitan y las ocupaciones que lo llenan.
La teología espiritual debe interesarse por la totalidad del esfuerzo de la persona cristiana para vivir una existencia que realice, fielmente y con sentido vocacional, las intenciones creadoras y santificadoras de Dios. Designio divino, llamada personal del hombre en la Iglesia, y vida en el mundo son coordenadas imprescindibles para situar bien los intereses y cometidos de la teología espiritual, y comprender su naturaleza como parte esencial de la Teología.
2. En Camino, la teología espiritual deja de ser obra casi exclusiva de religiosos y se libera de un peligro de excusable unilateralidad en el enfoque, los acentos y la temática.
Las perspectivas se han ampliado considerablemente y un conjunto de importantes cuestiones vitales para la existencia cristiana en el siglo XX reciben la atención que merecen. Ya no es indiferente que se elabore una espiritualidad en perjuicio y detrimento de los valores profanos. Junto a lo que podemos llamar Verdad única de Dios hay también una verdad cristiana del hombre y una verdad cristiana del mundo, que no deben ni pueden sacrificarse a una visión teocéntrica parcialmente entendida o desarrollada. Está en juego nada menos que una concepción adecuada del Cristianismo, que jamás ha predicado a Dios a expensas del hombre, ni ha dispensado la gracia de Jesucristo con riesgo de la naturaleza creada y redimida, ni ha instaurado la Iglesia para socavar los cimientos de la ciudad terrena.
Una primera aproximación a Camino nos indica que es una obra para hombres y mujeres del siglo XX. Es un libro escrito por Mons. Josemaría Escrivá para sus contemporáneos. Si Camino debía ser un libro planetario tenía que nacer primero en los horizontes humanos de una geografía concreta. Si debía hablar a los hombres de cualquier tiempo, tenía que dirigirse antes a los de un tramo determinado de la historia. Don Quijote no es menos universal por haber nacido y vivido en la Mancha.
Camino nos habla hoy a nosotros, que vivimos casi cincuenta años después de la fecha de su composición. Sus palabras tienen algo que decirnos porque conectan con los afanes —luces y sombras— de este tiempo nuestro. Camino no habla de esencias abstractas, sino de personas reales, tal y como son, hablan, piensan y sienten aquí y ahora.
Es muy cierto que no es fácil determinar con rigor las ideas precisas que influyen en una época y configuran su carácter anímico o espiritual. Ninguna época o cultura es del todo capaz de identificarse y retratarse conceptualmente a sí misma. Hacer la morfología de una civilización, es decir, enumerar y describir sus notas fundamentales en un momento dado, resulta siempre una tarea polémica y controvertida.
Pero cualquier período histórico posee un número determinado de valores y presupuestos básicos, positivos y negativos. Estos presupuestos no siempre emergen a la superficie, de modo que puedan examinarse con atención y describirse con claridad. Tampoco se dan en un estado químicamente puro, sin solaparse o mezclarse unos con otros.
Sin embargo, esos valores y presupuestos existen y explican las reacciones, aspiraciones y estilo anímico de una época, y vistos a través del hombre, que es protagonista y resumen de cada tiempo histórico, nos permiten entender aceptablemente la mentalidad de ese tiempo.
Buscamos rasgos que abarcan los aspectos profanos y religiosos de la mentalidad contemporánea, y aunque debe evitarse caeren la tentación de hablar sin reservas de un tipo de hombremoderno radicalmente distinto al de épocas pasadas, es muy cierto que cada momento de la historia presenta peculiaridades —tanto en sus circunstancias objetivas como en la psicología de sus hombres y mujeres— que pueden y deben señalarse como propias. Nos rodea un escenario humano confuso y como en penumbra. En un clima de división y escisiones, que se originan en la raíz de la vida personal del individuo y se reproducen en las manifestaciones y estratos más diversos de la vida social, se percibe hoy vivamente que la necesidad más dramática y urgente que acucia al hombre es la de unificar, aglutinar y dirigir su existencia.
Lo reconozcan o no, los hombres piden crecientemente a la religión y a la fe que les expliquen el sentido de sus vidas y que les ayuden a sujetar las fuerzas centrífugas que tienden a destruirlas. Son cuestiones radicales e ineludibles para las que la ciencia, la educación y la política no tienen respuesta suficiente.
3. El hombre moderno hace continuamente la dolorosa experiencia de la división y, cansado de la deriva que le arrastra, quiere vivamente hacer la experiencia de la unidad, de la unidad consigo mismo, con el mundo que a veces le rodea amenazador y con Dios.
Con este clamor de la humanidad de ahora y de siempre conecta el mensaje humano y cristiano de Camino, que no ofrece un diagnóstico teórico sino una orientación en el mismo plano de realidad donde el hombre pierde y gana su vida. «Tu experiencia personal —ese desabrimiento, esa inquietud, esa amargura— te hace vivir la verdad de aquellas palabras de Jesús: ¡nadie puede servir a dos señores!» (n. 300).
El autor de este libro está convencido de que la existencia cristiana es la única verdadera y posible del hombre sobre la tierra. Y habla decididamente con la autoridad de un padre y la confianza espontánea de un hermano, con la convicción de un cristiano y la esperanza de un compañero de marcha hacia la eternidad.
Los 999 números de Camino no son meras exclamaciones ni se limitan a exhortar. Son como puntos de luz que se han originado en un coherente sistema de verdades evangélicas. Pero hay sobre todo en la obra una mentalidad y un espíritu con el que muchas personas que no han recibido la fe católica podrán establecer un contacto estimulante e iluminador.
Camino se dirige a cualquier ser humano que vive, piensa y sufre en el mundo, para hablarle de su vida como un destino que no es trágico porque está encaminado por una Providencia; para hablarle de su existencia completa como una unidad de propósito; para hablarle, en fin, del curso de su historia terrena como la totalidad de un movimiento creativo hacia la plenitud.
Camino habla a la razón, a la voluntad, a la imaginación, a los sentimientos. Tiene delante a una persona de carne y hueso a quien interesan la patria, el amor, la profesión y la religión, aunque esta última aparezca algunas veces como de incógnito.
Se parte del presupuesto realista y comprobado de que lo que Dios ha unido en el hombre —fe y vida, cuerpo y espíritu, intelecto y devoción, religión y cultura— lo ha separado el mismo hombre, que se empeña además tenazmente en mantener esa desgraciada separación. Este ser de la conciencia escindida no es sólo el tipo dramático de hombre que culmina en el héroe triste —más bien en el antihéroe— del pensamiento delirante de Federico Nietzsche, en la psicología materialista y destructuora de Siegmund Freud o en la novelística —especialmente en el Ulises— de James Joyce. Ha sido también a veces el personaje cristiano diseñado por una ascética buena por muchos títulos pero selectiva y condicionada a pesar suyo por circunstancias ambientales y por la mentalidad de sus representantes, que han hecho de la fuga mundi una constante y casi un absoluto espiritual.
Cuarteada la unidad de la conciencia de su existencia cristiana, el creyente deja de estar con la fe en la realidad del mundo y tampoco es capaz de reconocer suficientemente la realidad del mundo en su propia fe.
Es un diagnóstico espiritual que ha hecho también Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Se impone entonces actuar una visión y un programa de vida verdaderamente cristianos que aglutinen y dominen en el hombre las energías centrífugas que le acosan y con gran frecuencia le vencen. No es un programa simplemente educativo o pedagógico. La educación no puede cambiar el corazón del hombre ni darle unidad. Este cambio auténticamente creador sólo puede realizarse desde la gracia, que presupone y perfecciona la naturaleza. Advierte el autor: «Educador: el empeño innegable que pones en conocer y practicar el mejor método para que tus alumnos adquieran la ciencia terrena ponlo también en conocer y practicar la ascética cristiana, que es el único método para que ellos y tú seáis mejores» (n. 344).
Camino se puede leer e interpretar desde distintos puntos de vista que permiten, todos y cada uno de ellos —como preguntas bien hechas—, encontrar el sentido del libro y reconocerlo como un conjunto unitario y bien trabado de pensamientos. Es decir, existen diversas claves de lectura para entender la obra, claves que son correspondientes a otros tantos temas fundamentales, como pueden ser, por ejemplo, los de cristocentrismo, existencia secular cristiana, llamada universal a la santidad, armonía y ordenación mutua de virtudes humanas y sobrenaturales, concepción esencialmente apostólica de la vida según el Evangelio, amor a la cruz como aspecto radical de la existencia cristiana, etc.
Tema central de Camino es también la unidad del hombre bajo los efectos saludables de la gracia divina. Camino entiende al hombre como lugar vivo de unidad, como persona que ha de buscar siempre la unidad que inicialmente no es y que debe llegar a ser.
Se trata desde luego de una unidad de razón, afectos y pasiones. Pero lo es asimismo de todos los elementos del mundo creado, considerados y vividos en el hombre y desde él. Se habla por tanto de la coherencia anímica por la que la persona unifica su propio mundo interior y los múltiples hilos del mundo exterior que convergen en su existencia o la cruzan. Es como si la unidad del mundo entero se realizase en el hombre y la armonía de todo el universo creado se reflejara en el microcosmos humano. Sólo entonces puede el hombre decir propiamente que vive. «No olvides que la unidad es síntoma de vida: desunirse es putrefacción, señal cierta de ser un cadáver» (n. 940). El autor no hace con estas palabras una observación pragmática ordenada al logro de unos resultados concretos. Enuncia más bien un principio capital de su concepción del Cristianismo y el modo de encarnarlo.
En el hombre cristiano debe producirse al menos una triple unidad: la unidad de cuerpo y espíritu, la de razón y emociones, y la de mundo e Iglesia.
Son realidades diferentes y a veces contrarias, que solamente se podrán unir en el hombre mediante una tensión anímica y gracias a ella. La unión armónica de cuerpo y alma —que no está realizada por el simple hecho de que el ser humano sea unidad ontológica de ambos— se traducirá en la tensión derivada de un ascetismo bien entendido y practicado. La unidad de razón y emociones se producirá en la síntesis que pide la dinámica misma del espíritu. La unidad de mundo e Iglesia será posible sólo en el cristiano consciente de que habita en dos ciudades a las que debe una única fidelidad.
El cristiano tiene que ser uno consigo mismo, lo cual es causa y efecto a la vez de haber logrado su «propio ambiente» (cfr. n. 376). Tiene que ser «una sola cosa con la Cabeza» (cfr. n. 968), lo cual supone ocupar el sitio que le corresponde en la realidad visible e invisible de la Iglesia. Tiene finalmente que sentirse como en casa propia dentro de un mundo que le ha sido entregado por Dios como heredad (cfr. nn. 911, 946).
El autor acude con frecuencia a fórmulas paradójicas para expresar dramáticamente los contrastes de lo cristiano, y como llevado por la riqueza interior del mensaje evangélico. Así, por ejemplo, escribe: «Paradoja: para Vivir hay que morir» (n. 187); «Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida» (n. 211); «mientras "caminamos", en el dolor está precisamente la felicidad» (n. 217); «Contigo, Jesús, ¡qué placentero es el dolor y qué luminosa la oscuridad!» (n. 229).
Cuando se refiere a los aspectos que deben hacerse unidad en la vida de los hombres y mujeres cristianos, el lenguaje de Camino conserva también un cierto aire de paradoja, porque la unidad perseguida no es un mero equilibrio de contrarios, sino una verdadera síntesis de elementos que a simple vista pueden parecer opuestos en la existencia humana y que la experiencia superficial considera a veces incompatibles.
4. Camino plantea sus enseñanzas y exhortaciones sobre la base de una concepción unitaria de la persona humana en la que cuenta rigurosamente la corporeidad. Esta perspectiva del ser humano como unidad verdadera y última de alma y cuerpo, que manifiesta entre otras cosas las raíces bíblicas de nuestro libro, está presente de manera explícita o implícita en la gran mayoría de sus páginas.
Cuenta Porfirio que su maestro, el filósofo neoplatónico Plotino (205-270), «parecía como avergonzado de tener un cuerpo» y consideraba la realidad corporal de los hombres como «imagen en laque la naturaleza nos ha encerrado» (Vida, n. 1). Traducen estas llamativas observaciones una concepción del hombre que se sitúa justamente en las antípodas de la idea cristiana y por supuesto de la idea que late en todos los puntos de Camino. En el humanismo cristiano de este libro, el adjetivo no ha devorado ni eliminado al sustantivo.
Es San Pablo quien ha escrito que nadie aborrece su propio cuerpo, antes bien lo alimenta y lo cuida con afecto, lo mismo que Cristo hace con su Iglesia (Eph 5, 29). Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer siente la necesidad de reconectar con este horizonte antropológico radicalmente cristiano y lo hace con decisión cuando escribe: «¡Si supieras lo que vales...! —Es San Pablo quien te lo dice: has sido comprado "pretio magno"—a gran precio. Y luego te dice: "glorificate et portate Deum in corpore vestro" —glorifica a Dios y llévale en tu cuerpo» (n. 135).
El hombre es unión sustancial de cuerpo y alma. Camino toma en serio esta programática afirmación cristiana cuyo sentido preciso y cuyas consecuencias se han abierto paso lenta pero inexorablemente a lo largo de siglos de desarrollo teológico y ascético. La persona humana no es la suma de dos elementos yuxtapuestos. Propiamente hablando, sería un grave error —filosófico y teológico— intentar distinguir en la persona un alma y un cuerpo entendidos, por así decirlo, como sustancia y accidentes, como núcleo y «cáscara», respectivamente, del compuesto humano.
La separación de ambas realidades es intencional y no puede ni debe hacerse en el hombre, que es —bajo Dios— centro, resumen y fin de la Creación visible. El cuerpo no es la envoltura del alma. Forma con ella un cerrado y absoluto ser único que nos permite hablar de la persona como totalidad estable y dinámica. El cuerpo no es simplemente un instrumento del alma, aunque sea desde luego la realidad humana que permite al hombre comunicarse con los demás, con el mundo exterior visible, y ser parte integrante de este mundo.
Se subraya correctamente la unidad del compuesto cuando se dice que quien contempla el cuerpo está contemplando al hombre entero. El cuerpo no solamente no es la cárcel del alma, sino que debe tenerse por la única manifestación y expresión adecuada de ésta. El hombre es un ser personal que realiza ese ser más allá de sí mismo, pero que lo hace siempre a través de su totalidad corporal y anímica.
Fiel a su inspiración tradicional cristiana, Camino desarrolla un pensamiento antropológico plenamente integrador, que se manifiesta también en el magisterio contemporáneo de la Iglesia. Así se expresaba el Papa Juan Pablo II en 1984 ante una concentración de jóvenes. «Os lo repito de nuevo: no cedáis a la "cultura de la muerte". Elegid la vida. Alineaos con cuantos no aceptan rebajar su cuerpo al rango de objeto. Respetad vuestro cuerpo. Forma parte de vuestra condición humana: es templo del Espíritu Santo. Os pertenece porque os lo ha donado Dios. No se os ha donado como un objeto del que podéis usar y abusar. Forma parte de vuestra persona como expresión de vosotros mismos, como un lenguaje para entrar en comunicación con los otros en un diálogo de verdad, de respeto, de amor. Con vuestro cuerpo podéis expresar la parte más secreta de vuestra alma, el sentido más personal de vuestra vida: vuestra libertad, vuestra vocación. "Glorificad a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6, 20)» (Osservatore Romano, 22-IV-84).
De esta idea del hombre como unidad profunda del alma y cuerpo, de espíritu y sensibilidad, se desprenden importantes consecuencias para una adecuada teología del trabajo humano. No están todas ellas desarrolladas y algunas ni siquiera aludidas en Camino. Pero su realidad se halla presente de diversas maneras en las páginas del libro. Afirmaba su necesidad como un imperativo dentro de la llamada del hombre y de su vida en la tierra que debe dominar (cfr. nn. 15, 306, 322, 340, etc.), el trabajo es evidentemente para Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer la actividad externa humana por excelencia. Porque es ante todo la tarea en la que el hombre se manifiesta más rotundamente como unidad de alma y cuerpo. Porque es una acción típicamente transitiva y ordenada en cuanto tal a producir un efecto concreto y transformador en el entorno. Y porque implica siempre un elemento de esfuerzo, gasto de energías e incluso, en algunas ocasiones, de cierto dolor. El trabajo humano, que no es nunca un juego, ha de ponerse en relación con los trabajos creadores de Dios y los trabajos redentores de Cristo. En estos trabajos divinos encuentra su origen y su significación el trabajo del hombre entero.
«Tuvo acierto quien dijo que el alma y el cuerpo son dos enemigos que no pueden separarse y dos amigos que no se pueden ver» (n. 195). El robusto ascetismo de Camino arranca también de una consideración unitaria del hombre. Es un ascetismo que desea contribuir a la transformación del corazón humano, bien entendido que Mons. Josemaría Escrivá emplea el término corazón como categoría teológica que, según una pauta hondamente bíblica, significa sencillamente la persona. «¿Cómo va ese corazón? —No te me inquietes: los santos —que eran seres bien conformados y normales, como tú y como yo— sentían también esas "naturales" inclinaciones. Y si no las hubieran sentido, su reacción "sobrenatural" de guardar su corazón —alma y cuerpo— para Dios, en vez de entregarlo a una criatura, poco mérito habría tenido» (n. 164).
Otra manifestación de esta unidad se refleja en el punto 201, donde leemos: «¡Qué sabores de hiel y de vinagre, y de ceniza y de acíbar! ¡Qué paladar tan reseco, pastoso y agrietado! —Parece nada esta impresión fisiológica si la comparamos con los otros sinsabores de tu alma. —Es que "te piden más" y no sabes darlo. —Humíllate: ¿quedaría esa amarga impresión de desagrado, en tu carne y en tu espíritu, si hicieras todo lo que puedes?»
El desprecio por la materia y por el cuerpo —que desemboca a veces en indiferencia lamentable hacia los valores terrenos— ha sido un fenómeno marginal en la historia del Cristianismo. Los cristianos saben que viven en un mundo que no constituye su fin último. Es algo que han procurado no olvidar y que les ha conducido a percibir los bienes y cometidos temporales como relativos y subordinados. Pero saben al mismo tiempo que esos bienes, efímeros en sí, son reales y verdaderos, y que por tanto la naturaleza y el cuerpo son adversarios que han de ser ciertamente dominados, pero no destruidos.
La moderada depreciación de las criaturas, que puede ser legítima y a veces necesaria cuando los cristianos se sitúan en un plano práctico y pedagógico, se hace ilegítima y peligrosa cuando se eleva consciente o inconscientemente a juicio teológico.
La ascética de Camino es parte de un programa de edificación del hombre nuevo, no es un esfuerzo emprendido con el fin de poner entre paréntesis a la persona de carne y hueso o de erosionar sus energías vitales. El autor recomienda consiguientemente iniciativas ascéticas que fortalezcan la voluntad sin debilitar la naturaleza (cfr. n. 206). Invita desde luego a la difícil meta de la autoposesión. Escribe por ejemplo: «Di a tu cuerpo: prefiero tener un esclavo a serlo tuyo» (n. 214). Y en otro lugar: «Si no eres señor de ti mismo, aunque seas poderoso, me causa pena y risa tu señorío» (n. 295). Pero advierte con formas y acentos varios que si bien el hombre debe disponerse a pagar un precio ascético por su santidad, ese precio no puede consistir en él mismo. Lo sería, si la ascética cristiana apuntase a la simple debilitación del cuerpo o a postergar indebidamente la naturaleza humana. «¿Que vas a imponerte voluntariamente un castigo por tu flaqueza y falta de generosidad? —Bueno; pero que sea una penitencia discreta, como impuesta a un enemigo que a la vez fuera nuestro hermano» (n. 202).
La ascética de Camino es una ascética ascensional que interesa y envuelve a todo el hombre y en la que ningún aspecto de éste ha de quedar atrás. Juan Pablo II se ha referido recientemente a una concepción similar con las siguientes palabras: «la ascesis es el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla; para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo; para superar en sí mismo lo que es carnal, a fin de que prevalezca lo que es espiritual; para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo» (Exhortación Apost. Reconciliatio et Paenitentia, n. 4).
La aventura ascética que propone Camino se le debe presentar al hombre como convicción de la inteligencia y decisión de la voluntad. «Despréndete de las criaturas hasta que quedes desnudo de ellas» (n. 149). Pero que no es simplemente un programa racional o voluntarista se indica muy bien poco después, cuando se recogen con cierto patetismo acentos de debilidad humana y de nostalgia por una santidad todavía no alcanzada: «Desasimiento. ¡Cómo cuesta...! ¡Quién me diera no tener más atadura que tres clavos ni más sensación en mi carne que la Cruz!» (n. 151). Es ésta como una súplica ardiente que, en el estilo del Salmista bíblico, dirige a Dios el autor en nombre propio y en el de todos los lectores de Camino.
El ascetismo de Camino es siempre un ascetismo humilde, y el fuerte acento que el autor coloca a veces en el esfuerzo de la voluntad no es otra cosa que tensión escatológica, urgencia de aproximarse con rapidez y con toda energía hacia la salvación que Dios ofrece. Es también un reflejo de la importancia que se asigna en este libro a las virtudes humanas. El autor no piensa que las virtudes paganas puedan llamarse vicios, porque no entiende el Evangelio como disolución de la ética ni la gracia como crisis de la naturaleza.
Otra consecuencia de la idea unitaria que tiene del hombre es que Mons. Escrivá de Balaguer no concibe la castidad y la pureza en el hombre y en la mujer como meros intentos de superar la propia corporeidad. Castidad y pureza podrían no ser valores espirituales en sí mismos si se consideran o se viven separados del amor. En el número 119 leemos: «¡Qué hermosa es la santa pureza! Pero no es santa, ni agradable a Dios, si la separamos de la caridad... Sin caridad, la pureza es infecunda, y sus aguas estériles convierten las almas en un lodazal, en una charca inmunda, de donde salen vaharadas de soberbia.»
La raíz de esta enseñanza es paulina y la orientación de conjunto claramente existencial y tendente sólo a que el hombre consiga la verdadera unidad en el Señor. No se habla de una simple continencia, como era, por ejemplo, la encrateia pagana, centrada únicamente en el autodominio de la persona sobre su sensibilidad, con el fin de escapar a las ataduras del cuerpo.
Esta persona completa, esta persona que es unidad de cuerpo y alma no se escinde en una parte sensible y otra racional, cada una con un destino y unas posibilidades diferentes. Camino no deja de insistir en la salvación del hombre entero, librado por Dios no, idealmente, en sus pecados, sino, realmente, de sus pecados, y capaz por tanto, con la gracia, de conseguir en esta vida la santidad que le permitirá contemplar a Dios en la venidera.
5. El cristiano destinatario de Camino debe unir razón y emociones, inteligencia y sentimientos, pasiones y mente, porque sólo entonces será la fe una respuesta adecuada del hombre entero a la impresionante autodonación divina en Jesucristo.
Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer presenta una concepción integral de la fe cristiana como acto humano y sobrenatural en el que la persona moviliza todas sus facultades, sentidos y potencias. Es la misma visión completa de fe que vamos a encontrar en los documentos del Concilio Vaticano II y concretamente en la Constitución Dogmática Dei Verbum sobre la divina Revelación, donde leemos que «por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios y le ofrece el homenaje total de su entendimiento y de su voluntad» (n. 5).
Camino se declara pacíficamente beligerante, por así decirlo, contra las usurpaciones de la razón y contra los desmanes del emocionalismo. Son dos fenómenos de signo opuesto que forman parte del ambiente cultural y religioso de todos los tiempos y que han adquirido en el nuestro proporciones gigantescas. La escisión de razón y emociones en el acto de fe ha originado que estos dos componentes netos de la verdadera creencia, que se pertenecen mutuamente dentro de ella, evolucionen por cuenta propia y se conviertan, separados, en caricatura de sí mismos, no sin antes haber desvirtuado la fe a lo largo de un proceso desintegrador.
Si la inteligencia ocupada en religión y los sentimientos en torno a lo sagrado no se unen en la persona creyente acabarán por yuxtaponerse en el espíritu de un ser individualista que tenderá irremisiblemente a fabricarse una religión y una moral propias, aunque a la vez se confiese cristiano y católico.
Este hombre y esta mujer, prototipo de una religiosidad hecha a la medida de sus conveniencias, seleccionan más o menos deliberadamente de entre los artículos del Credo de la Iglesia y los mandamientos de la Ley de Dios —que han dejado de ser para ellos certezas irrefutables— lo que estiman compatible con su condición emancipada y puede por tanto comparecer sin riesgo ante el tribunal crítico de la razón. No se dan cuenta de que resulta tan imposible tener una religión privada como poseer una luna y un sol particulares.
Esta veta racionalista se hace, sin embargo, extrañamente compatible, o al menos coexistente en el mismo individuo, con un cierto irracionalismo que demuestra una desconfianza absoluta hacia todo sistema de racionalidad fundante de la existencia y en este caso de la creencia.
Después de un eclipse de Dios, que perdura en muchos ambientes y conciencias del Occidente que fue cristiano, parece que asistimos ahora a un renacimiento de la religiosidad. Es un fenómeno positivo que debe saludarse con esperanza. Pero hay una sombra que lo oscurece y limita. Porque se trata en muchos casos de un sentimentalismo religioso que poco tiene que ver con la fe e incluso con la religión rectamente entendidas y practicadas.
En esta perspectiva, la religión se concibe y se vive no como un asunto de todo el ser humano, sino como algo que atañe únicamente a sus sentimientos y emociones. Lo cual implica que a veces muchos hombres y mujeres cristianos afirmen que simplemente creen y tienen fe, es decir, que creen en general. Debe entenderse entonces que se trata de una fe en vagos contenidos de creencia, sin aceptar necesariamente artículos concretos y sin imaginar siquiera que los misterios cristianos son verdades ardientes y salvadoras, que existen verdaderamente en un mundo invisible pero intensamente real y cercano. Secuela de esta situación espiritual es el predominio de la tendencia a disfrutar o buscar los consuelos de la religión sin aceptar en serio las verdades y los compromisos que la religión lleva consigo.
Camino tiene en cuenta este panorama que es de ayer y de hoy, y sin ironías, sentencias juzgadoras ni recriminaciones, acude con armas evangélicas a remediarlo o corregirlo en el hombre concreto a quien se dirige. Nos dice el autor que la fe «aquieta el entendimiento» (n. 582). Nos recuerda que la religión es razonable, adjetivo que no equivale aquí a mediocre o conformista. Se percibe en sus páginas el hecho bien conocido de que el Cristianismo católico se ha mostrado siempre acogedor y respetuoso hacia la razón humana y sus legítimos derechos, y ha mirado con justificadas reservas cualquier exceso sentimentalista o romántico.
Nuestro libro se ha escrito y se difunde dentro de un momento histórico —muy similar al de los siglos finales del paganismo— en el que la Iglesia y los cristianos tienen el derecho y el deber de constituirse en defensores de la razón, y hacer frente, con todos los recursos del buen sentido y de la racionalidad, a la credulidad y a la superstición. «No tienen fe. —Pero tienen supersticiones» (n. 586). Abundan hoy los hombres y las mujeres que no aceptan el Evangelio, pero que se muestran dispuestos a creer cualquier cosa.
Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer desea que el lector de Camino acabe por ser «alma de criterio» (Prólogo), lo cual exige que su inteligencia se enfrente sin temor con la verdad. «Nunca quieres "agotar la verdad". —Unas veces, por corrección. Otras —las más—, por no darte un mal rato. Algunas, por no darlo. Y, siempre, por cobardía. Así, con ese miedo de ahondar, jamás serás hombre de criterio» (n. 33).
La severidad del lenguaje se hace todavía más contundente cuando poco después exhorta el autor: «No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte» (n. 34). Hay unos derechos de la razón que es necesario descubrir y respetar para vertebrar la vida e imprimir un rumbo adecuado a la existencia. Quien no razona o razona equivocadamente llegará fácilmente a negar las evidencias que le ofrecen los sentidos, los dictados del sentido común y los juicios que le proporciona su conciencia.
No es que la existencia creyente consista en un proceso estrictamente lógico donde lo único importante sea dar un paso primero y otro después en una dirección prevista, calculada de antemano y racionalmente incuestionable. La aventura espiritual del hombre cristiano se encuentra llena de originalidad, encierra sorpresas imprevisibles fruto de la acción del Espíritu y obliga a dar saltos, saltos existenciales en los que la razón se supera constantemente a sí misma.
Mas nuestro autor recuerda una vez y otra los aspectos racionales de la vida espiritual cuando, por ejemplo, recomienda al lector: «No me saques las cosas de quicio: si se te da Dios mismo, ¿a qué ese apego a las criaturas?» (n. 157), y cuando dice: «visto el camino, creo que la flaqueza del corazón no debe ser obstáculo para un alma decidida» (n. 164). Con frecuencia habrá que dejar el corazón a un lado porque lo primero es el cumplimiento del deber. «Pero, al cumplir el deber —leemos—, pon en ese cumplimiento el corazón: que es suavidad» (n. 162).
No es un «imperativo categórico» porque este corazón no es el corazón a secas, es el «pobre corazón», que debe ser tratado con «una doble compasión» (cfr. n. 163) cuando se le nieguen con toda justicia consuelos a los que no tiene derecho.
Pero el intelecto no puede campar por sus respetos. Debe ser contenido en sus naturales tendencias usurpadoras de terrenos misteriosos que no le corresponde penetrar, y en su vicio de reducir la realidad del mundo a lo que puede ser racionalizado. Hay una «infame lucidez» (cfr. n. 576) con la que a veces se arguye contra la fe católica, y esta aparente claridad podría impresionar a un hombre desprevenido.
El abandono o la reducción de la vida cristiana se presentan incluso en ocasiones como la opción humana más sensata. Y dice Camino: «Discurres... bien, fríamente: ¡cuántos motivos para abandonar la tarea! —Y alguno, al parecer, capital. Veo, sin duda, que tienes razones. —Pero no tienes razón» (n. 993).
La existencia puramente racional es ciega al mundo del espíritu y considerada en sí misma resulta estrecha y opaca. Por eso observa Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer que «algunos pasan por la vida como por un túnel, y no se explican el esplendor y la seguridad y el calor del sol de la fe» (n. 575).
No ha de tolerarse que una razón tirana convierta a los cristianos en razonables oportunistas y corte las alas de un deseable y a veces necesario heroísmo. «No me gusta tanto eufemismo: a la cobardía la llamáis prudencia» (n. 35). El creyente es un hombre moderado y verdaderamente sensato que, con la gracia de Dios, está dispuesto a vivir su religión hasta el martirio. Es un hombre prudente que sabe ser un gran apasionado, como grandes apasionados han sido los santos. No es un sujeto calculador. Busca la santidad, pero en último término esa santidad no le importa como logro personal. Le importa sólo servir a Dios y a sus hermanos hasta el desprecio de todo lo propio.
6. En el hombre cristiano debe conseguirse finalmente la unión de Iglesia y mundo, de Reino de Dios y sociedad humana, que, por principio, no tiene lugar fuera de él. La unión de Iglesia y mundo, aunque se incoa aquí, no puede realizarse totalmente en esta tierra. Sólo es dado afirmar que el mundo camina hacia su fin a través de la Iglesia, pero no avanza hacia ese fin de manera automática, sino a través del esfuerzo y gracias a la misión que la Iglesiamisma y los cristianos llevan a cabo.
Camino enuncia un claro mensaje de compromiso personal cristiano dentro de la sociedad y en favor de ella. Hasta hace relativamente poco tiempo parecían más excepcionales los esfuerzos de la Iglesia y de muchos cristianos para vivir en el mundo como tales, que la retirada religiosa al claustro o al convento. Como Clemente de Alejandría en su Protéptico, puede decirse que el autor de Camino no ha vacilado ahora en proclamar los derechos del cristiano sobre el mundo entero, en el que vive y del que forma parte de modo vocacional: derechos que no son de conquista sino de servicio.
No podemos detenernos ahora a investigar con detalle la idea del mundo que se refleja en Camino. Baste decir, sin embargo, que teólogos y autores espirituales suelen referirse a ese concepto con perspectivas y acentos diferentes. Los primeros acostumbran a manejar una noción de mundo que destaca su naturaleza creacional y resulta consiguientemente en una visión positiva. Los autores espirituales suelen presentar más bien las facetas negativas del mundo, que aparece en sus obras y comentarios de modo predominante como enemigo de Dios en las almas.
Debe afirmarse que Camino busca y consigue un razonable equilibrio entre ambas concepciones. Es desde luego un equilibrio no exento de una sana tensión escatológica, porque el autor no olvida en ningún momento que el mundo y el orden temporal, buenos en sí mismos, poseen solamente la capacidad de encarnar los valores cristianos de manera incoativa, no de reflejarlos en plenitud. Sabe muy bien Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer que el bautismo contiene ya para el cristiano una cierta medida de renuncia interior al mundo, que como tal no necesita adoptar manifestaciones externas.
En cualquier caso, el mundo no parece representar en Camino una dimensión perfectamente objetiva de ser, no es un espacio neutro de realidad, sino que viene casi siempre definido en relación con el hombre. El mundo es el mundo del hombre, el mundo creado y redimido que se hará cristiano en el hombre y desde el hombre cristiano. Se diría que es una perspectiva mucho más existencial que esencial y objetivista.
«¿Para qué has de mirar si "tu mundo" lo llevas dentro de ti?» (n. 184). El mundo y la Iglesia se encuentran recíprocamente en el interior del bautizado y es primeramente en el corazón de éste donde el mundo comienza a ser mejor, donde inicia su andadura hacia la consumación escatológica.
«"¡Influye tanto el ambiente!", me has dicho. —Y hube de contestar: sin duda. Por eso es menester que sea tal vuestra formación, que llevéis, con naturalidad, vuestro propio ambiente, para dar "vuestro tono" a la sociedad con la que convivís. —Y entonces, si has cogido ese espíritu, estoy seguro de que me dirás con el pasmo de los primeros discípulos al contemplar las primicias de los milagros que se obraban por sus manos en nombre de Cristo: «¡Influimos tanto en el ambiente !" » (n. 376).
El mundo interior de la persona creyente debe configurar progresivamente el mundo exterior. No debe permitirse una escisión entre misterios cristianos e impregnación cristiana del mundo. El discípulo de Cristo tiene que volver al mundo o, mejor dicho, debe ocupar plenamente en él el lugar que le corresponde o estar en ese lugar como hombre que es cristiano ante sí mismo y también ante los demás.
Camino «se escribe dialécticamente —observa Pedro Rodríguez— frente a un cristianismo pasivo, amodorrado, transformado en ideología, en "buenas costumbres"» (Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona 1986, pág. 88). Se trata entonces de desarrollar una presencia activa, propia de la persona creyente, con alma contemplativa, que ni deja el mundo ni se limita simplemente a soportarlo. No se transforma el mundo apartándose de él ni entendiendo la presencia en la sociedad de los hombres como una irremediable purificación. La perspectiva escatológica, que nunca debe olvidar, no ha de llevar al cristiano a mirar al mundo con una indiferencia que, lejos de ser virtuosa, constituiría un serio y lamentable defecto.
«Fe. —Da pena ver de qué abundante manera la tienen en su boca muchos cristianos, y con qué poca abundancia la ponen en sus obras. —No parece sino que es virtud para predicarla, y no para practicarla» (n. 579). Son palabras que recuerdan a todos una gran verdad: no podemos ser enseñantes o maestros de la vida cristiana si no somos sus testigos y confesores. El cristiano no se limita a anunciar a los demás que existe una salvación, sino que con su presencia en el mundo ayuda activamente a realizarla en Jesucristo.
«Sed hombres y mujeres del mundo, pero no seáis hombres o mujeres mundanos» (n. 939). La labor cristiana en el mundo se hace desde dentro. No es un trabajo heterónomo o extrínseco a las realidades terrenas. Es una tarea que el cristiano lleva a cabo perfectamente desde su profesión porque la profesión es como el punto donde se cruzan la existencia individual y la existencia colectiva, es el lugar donde la persona entra en relación directa con el todo social y donde el todo social se apoya en la actividad de la persona.
Esta eficaz presencia cristiana en el mundo y en la sociedad no se basa en los automatismos y facilidades de sistemas o estructuras mudables, sino en la legítima influencia personal, que es el modo más digno y pertinente de llevar la verdad al hombre libre. El autor llama a esta influencia «silenciosa y operativa misión» (n. 970) y en estilo muy directo explica su pensamiento cuando escribe: «Me parece tan bien tu devoción por los primeros cristianos, que haré lo posible por fomentarla, para que ejercites —como ellos—, cada día con más entusiasmo, ese Apostolado eficaz de discreción y de confidencia» (n. 971).
Es éste un lugar muy característico de Camino porque los «primeros cristianos» son para el autor del libro una «categoría teológica normativa» (cfr. A. García Suárez, Existencia secular cristiana, «Scripta Theologica» 2, 1970, pág. 162). Y también por un segundo motivo no menos importante. Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer desea que el lector se diga a sí mismo: Yo debo salvar mi alma. Pero desea también y sobre todo que diga: Yo debo salvar el alma de mis hermanos.
«Ten vida interior y verás, con color y relieve insospechados, las maravillas de un mundo mejor, de un mundo nuevo: y tratarás a Dios..., y conocerás tu miseria..., y te endiosarás... con un endiosamiento que, al acercarse a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres» (n. 283).
He aquí una de las mayores consecuencias de la visión evangélica y secular de la existencia cristiana propuesta por Camino. .El libro trata de crear cristianos comprometidos, hombres y mujeres que hagan operativa la visión del mundo que su fe les proporciona. Nace en un momento de la historia cultural y espiritual europea en el que las ideologías dominantes se esfuerzan por llevar a cabo en el entorno humano, individual y social, una acción transformadora. Desde premisas muy diferentes y basado en una concepción integral del hombre, Camino quiere actualizar, por así decirlo, las virtualidades transformantes del Evangelio.
7. «Pero... ¿y los medios? —Son los mismos de Pedro y de Pablo, de Domingo y Francisco, de Ignacio y Javier: el Crucifijo y el Evangelio... —¿Acaso te parecen pequeños?» (n. 470).
El realismo de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer se anticipa a la pregunta del cristiano a quien la lectura de Camino ha determinado a vivir la vida, la única vida, que corresponde a su vocación. El sentido de totalidad con el que se contesta parece desbordar los términos de la cuestión y nos sitúa de lleno, en un instante, ante lo más esencial de la Revolución divina en Jesucristo.
Entramos ahora en un contacto particularmente inmediato con la dimensión sobrenatural de Camino. Los medios de los que aquí se habla no son sólo elementos cristianos importantes que puedan concebirse separados de una hipotética esencia del Cristianismo. Es decir, no se entienden únicamente como simples vías para anunciar y llevar a cabo sobre la tierra el mensaje y la obra de Jesús. Crucifijo y Evangelio constituyen para Camino el núcleo del Cristianismo. Son como el Cristianismo en acción y reflejado en la vida de los hombres y mujeres cristianos que no sólo desean llevar a Cristo en el nombre sino también y sobre todo en la conducta.
El Evangelio no es aquí una idea abstracta, ni es solamente un libro sagrado. Es una realidad viva que procede de Cristo y que a través de la Iglesia se ha encarnado en una tradición representada por grandes figuras y también por una muchedumbre de personas desconocidas hoy para nosotros, pero reales y verdaderas. Es una realidad espiritual que ha tomado y toma cuerpo sin cesar en cada generación y en cada momento de la historia humana.
Fiel a su inspiración fundamental, Camino insiste: siempre que habla de Evangelio, en la relación personal y operativa que el hombre puede y debe establecer con Dios en el Hijo Único que le revela. Es ésta una idea programática que aparece ya en las primeras palabras del libro: «Que tu vida no sea una vida estéril.
— Sé útil. —Deja poso. —Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. —Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón» (n. 1).
Pero Camino piensa el Cristianismo como Iglesia, porque sólo la Iglesia hace posible llegar hasta Cristo y recibir con plenitud los bienes fundamentales cristianos de la fe y de la gracia. «Te lo dice San Pablo, alma de apóstol: "Justus ex fide vivit".
— El justo vive de la fe. —¿Qué haces que dejas que se apague ese fuego?» (n. 578).
Y en otro lugar leemos: «Pide humildemente al Señor que te aumente la fe. —Y luego, con nuevas luces, juzgarás bien las diferencias entre las sendas del mundo y tu camino de apóstol» (n. 580).
Cristo, Iglesia y Sacramentos constituyen en el libro una secuencia ininterrumpida de realidades salvíficas que brotando del centro, que es el mismo Verbo Encarnado, se disponen como en círculos concéntricos, para alcanzar el último rincón de la humanidad. «¡Qué bondad la de Cristo al dejar a su Iglesia los Sacramentos! —Son remedio para cada necesidad. Venéralos y queda, al Señor y a su Iglesia, muy agradecido» (n. 521).
La profunda convicción que Mons. Escrivá tiene sobre el papel determinante de la gracia de Dios en la existencia cristiana es uno de los factores principales de la gran unidad interna de Camino. La antropología del libro se apoya en la misteriosa compenetración que la libertad y la gracia realizan en la existencia y en la acción humanas. «"Quia huic homo coepit aedificare et non potuit consummare!" —¡comenzó a edificar y no pudo terminar! Triste comentario, que, si no quieres, no se hará de ti: porque tienes todos los medios para coronar el edificio de tu santificación: la gracia de Dios y tu voluntad» (n. 324).
Nunca separa el autor la gracia divina y la libertad humana en sus afirmaciones sobre el progreso del hombre en la vida espiritual. «...Si no se deja a la gracia de Dios y al Director que hagan su obra, jamás aparecerá la escultura, la imagen de Jesús, en que se convierte el hombre santo» (n. 56). «Hombre libre, sujétate a voluntaria servidumbre para que Jesús no tenga que decir por ti aquello que cuentan que dijo por otros a la Madre Teresa. "Teresa, yo quise... Pero los hombres no han querido"» (n. 761). «No te turbes si al considerar las maravillas del mundo sobrenatural sientes la otra voz —íntima, insinuante— del hombre viejo. Es el cuerpo de muerte que dama por sus fueros perdidos... Te basta la gracia: sé fiel y vencerás» (n. 707).
La gracia está en la base de nuestros actos sobrenaturales. Podemos estar seguros que los inspira y empuja continuamente. No es una afirmación libresca. Habla la propia experiencia del autor. «Crécete ante los obstáculos. —La gracia del Señor no te ha de faltar: "inter medium montium pertransibunt aquae" —¡pasarás a través de los montes!» (n. 12). La misma gracia de Dios termina todas nuestras acciones obrando a través de nuestra libertad, y siempre que es necesario nos defiende, por así decirlo, de nosotros mismos. «Deja que se vierta tu corazón en efusiones de Amor y de agradecimiento al considerar cómo la gracia de Dios te saca libre cada día de los lazos que te tiende el enemigo» (n. 434).
Camino ofrece al cristiano en estos puntos elementos de todo un sistema teológico capaz de orientar y vertebrar la existencia según el Evangelio. Es como una teología práctica que hunde sus raíces en profundas verdades y demuestra que fe y vida se pertenecen mutuamente.
Junto al Evangelio se encuentra la Cruz, otro de los temas abarcantes en la concepción teológica y ascética de Camino. La Cruz no es para Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer solamente un símbolo del Cristianismo. «¿La Cruz sobre tu pecho...?
— Bien. Pero... la Cruz sobre tus hombros, la Cruz en tu carne, la Cruz en tu inteligencia. —Así vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo: solamente así serás apóstol» (n. 929).
Ciertamente el hombre y la mujer cristianos deben venerar las representaciones de la Cruz del Señor, que les ayudarán a expresar y aumentar su amor a Jesús crucificado. «Tu Crucifijo.
— Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando se rebela contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también» (n. 302). Pero el objetivo último es entender que el Cristianismo se vincula esencialmente a la santa Cruz y que la existencia cristiana ha de ser necesariamente una existencia crucificada. No se trata sólo de mirar respetuosamente la Cruz que se recorta limpia contra el cielo o los muros de un templo. Hay que tomarla en seguimiento de Cristo para llegar a ser un auténtico discípulo.
«Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor... y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo..., que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú» (n. 178).
Existen formas abiertas de negarse a reconocer y abrazar la Cruz. Hay también modos sutiles de hacerlo que equivalen como las primeras a escandalizarse del Señor y de sus padecimientos. Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer trata de que el cristiano no se engañe en un punto tan capital y dice: «Vamos: Después de tanto "¡Cruz, Señor, Cruz!", se ve que querías una Cruz a tu gusto» (n. 989).
Evangelio y Cruz se funden en la figura amable y doliente del Señor y forman la mejor escuela para la transformación personal en Jesucristo. Encendidas palabras del autor animan a dirigirse hacia ese horizonte. «Métete en las llagas de Cristo Crucificado. —Allí aprenderás a guardar tus sentidos, tendrás vida interior, y ofrecerás al Padre de continuo los dolores del Señor y los de María, para pagar por tus deudas y por las deudas de los hombres» (n. 288). El cristiano acaba por comprender y vivir no sólo la necesidad de la Cruz sino la alegría de encontrarse con ella, reconocerla y amarla.
La theologia Crucis de Camino resulta admirablemente integrada con la teología de la Creación tal como se refleja en los aspectos del libro comentados más arriba. Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer quiere que, fiel a su condición, el discípulo de Cristo sea capaz de amar y sobrellevar el dolor que de un modo u otro llegará a su vida, y esté preparado para abrazarse con la desilusión cuando sea necesario. Este es el Camino cristiano de dolor y gozo que la obra propone y ayuda a recorrer.
8. Camino es un vivo ejemplo de la capacidad innata en el Evangelio para hablar con sentido al hombre de cualquier tiempo histórico. El autor ayuda a sus lectores a formular bien las preguntas básicas, de modo que puedan encontrar por sí mismos las respuestas.
Este libro es en suma un ardiente documento de fe en el que se percibe inevitablemente que fe y vida se pertenecen mutuamente. Para Camino la aceptación de la existencia de Dios no es una cuestión teórica o un ejercicio mental. Creer que Dios existe implica un modo nuevo de vivir. Dios no es aquí una idea de Dios. No es un objeto del pensamiento. Es el Dios Vivo de la Revelación, el Dios Uno y Trino, del que parten continuamente impulsos irresistibles que determinan la historia de los hombres y su existencia tanto individual como colectiva. Es el Dios Padre de Jesucristo que llama amorosamente a compartir la vocación del Hijo.
«El Amor... ¡bien vale un amor!» (n. 171). «Jesús no se satisface "compartiendo": lo quiere todo» (n. 155). «¡Qué poco es una vida para ofrecerla a Dios...» (n. 420). Cuando habla de Dios, el estilo de Camino adopta acentos absolutos. El Señor no es visto como un competidor del hombre. El lector acaba por comprender que no debe oponerse a Dios, que tampoco debe defenderse de El, porque Dios es la vida de su vida. El dilema Dios o yo, que consciente o inconscientemente se plantea la criatura, ha de ser abolido de modo gradual a lo largo de una existencia creyente en la que fe y vida terminen por coincidir.
* * *
El lector encontrará en este volumen un conjunto de estudios que, agrupados en cinco secciones y con los recursos propios de diferentes géneros literarios, han procurado destacar diversos aspectos históricos, espirituales, humanísticos y teológicos de Camino. Son breves ensayos, a la vez descriptivos e interpretativos, que a través de temas juzgados característicos en el libro examinan desde perspectivas convergentes algunos de los asuntos y cuestiones que suscita.
Encabeza estos trabajos el artículo de Mons. Alvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei, que analiza en sus líneas fundamentales el significado teológico y espiritual de Camino. El estudio insiste especialmente en la sintonía que Camino guarda con el espíritu y las metas posconciliares de la Iglesia, y es esencial a mi juicio para comprender la obra tanto en su significación histórico-temporal como en su valor perenne. La lectura atenta de este trabajo permitirá al lector interpretar con exactitud y situar en su contexto adecuado los artículos que componen el entero volumen.
José I. Saranyana, profesor de Historia del Dogma en la Universidad de Navarra, ofrece en el estudio que inicia la segunda sección los datos históricos más relevantes para conocer el itinerario editorial de Camino. Sigue un artículo de José Miguel Pero-Sanz, director de la revista Palabra, que se asoma a la realidad sociológica de Camino como fenómeno pastoral y busca la explicación de lo que domina su universal acogida. Jesús Urteaga, miembro del consejo de dirección de la revista Mundo Cristiano, examina con datos fehacientes y de primera mano la influencia de Camino durante un período decisivo de la posguerra española. El periodista y literato José Miguel Cejas reúne y comenta múltiples testimonios del mundo cultural, que muestran la capacidad de Camino para conectar con la sensibilidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
La espiritualidad del libro, tratada en la tercera sección, es examinada en su alcance general y también en sus detalles más importantes por el filósofo Jesús Arellano, profesor de la Universidad de Sevilla. Carlos Cardona, doctor en Filosofía, llama la atención sobre Camino como lección de amor y proporciona el hilo de su experiencia personal una breve pero rigurosa síntesis de lo que este libro es en esencia. Víctor García-Hoz, catedrático de Pedagogía, estudia Camino como manual o tratado de vida cristiana en su vertiente ascética. Fiel a su título, la obra de Mons. Escrivá de Balaguer aparece aquí como una guía de progreso espiritual que tiene muy en cuenta la unidad del hombre y su condición terrena. Los elementos eclesiológicos más destacados de la espiritualidad del libro son expuestos por Gonzalo Aranda y José R. Villar, profesores de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.
Antonio Milán, profesor de Metafísica en la Universidad Complutense de Madrid, analiza en la cuarta sección del volumen la naturaleza de Camino en cuanto verdadero manifiesto de humanismo cristiano. Sendos estudios del escritor Rafael Gómez Pérez y del filósofo Rafael Alvira se detienen en dos asuntos muy importantes en la textura de Camino y en el espíritu del que procede: la alegría y el trabajo. Son dos temas que probablemente atraen la atención, los primeros, de toda persona sensible a los valores que Camino recoge del mundo y plenifica.
La meditación teológica con la que Antonio Aranda, profesor de Teología Dogmática en la Universidad de Navarra, comienza la quinta y última sección del volumen, no podía faltar en el análisis de una obra que, como se ha puesto de relieve en esta Introducción, ha interesado e interesará siempre a teólogos. Sigue un artículo de José Miguel Odero, profesor de Teología Fundamental, que habla de Camino como de un libro que refleja la fe viva del autor y trata de llevarla consecuentemente a la existencia de todos los hombres y mujeres que asomen a sus páginas. Federico Delclaux, capellán de estudiantes universitarios en Madrid, se ocupa dentro de este marco de los aspectos sapienciales que, propios de un libro de madurez, llenan las páginas de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Dos últimos trabajos de José María Escartín y Antonio Orozco sobre la Virgen argumentan de modo lúcido y convincente la fuerte impregnación mariana —piadosa y teológica a la vez— de Camino, así como la capacidad de su discurso para generar y mantener en el lector una sólida devoción a Nuestra Señora.