Menú
Han escrito sobre Camino
Sobre la pedagogía de la lucha ascética en Camino
Víctor García Hoz. Sobre la pedagogía de la lucha ascética en Camino

 

 




Observación primera

Cuando se habla de Pedagogía de la lucha ascética como de Pedagogía con cualquier determinante después, parece claro que se menciona no un saber especulativo que intenta y se queda en el descubrimiento de algo, sino más bien un conocimiento práctico, que se traduce en normas de conducta.

Y vaya por delante que al hablar de normas no me refiero a un saber científico, sistemático, sino a un saber más profundo, a una sabiduría en sentido estricto, en el que no sólo se conoce qué son y cómo son las cosas sino también el sentido y el valor que tienen respecto de la vida humana.


En los puntos de Camino subyace una Pedagogía de la lucha ascética nacida de la experiencia de quien dedicó su vida a señalar el «camino» de la vida cristiana como respuesta a la llamada universal a la santidad. Es también fruto del don de sabiduría que en excelsa medida, sin duda ninguna, Dios le otorgó. La pretensión de hacer un estudio completo de la lucha ascética en Camino desborda con mucho los límites de un artículo por grande que éste fuera. Las páginas que siguen se ofrecen a título de ensayo, en el que intento señalar los puntos de unión que enlazan el pensamiento de Monseñor Escrivá de Balaguer con la doctrina tradicional de la ascética cristiana, destacando al mismo tiempo algunas de sus características originales.

Por lo pronto, vale la pena destacar que el fundamento de la espiritualidad que al Opus Dei transmitió su Fundador es la filiación divina: «Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un niño más chico que, delante de ti, un pequeño de dos años. Y, además de niño, eres hijo de Dios. —No lo olvides» (n. 860).

La que pudiéramos llamar cercanía activa de Dios es estímulo para nuestra actividad, para nuestra lucha, y es también confianza en la posibilidad de rectificar. De El esperamos ayuda para obrar bien y perdón en nuestras caídas. «Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando. (...) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos» (n. 267).

Debe quedar bien claro que la filiación divina no es un puro sentimiento sino una realidad activa, que condiciona la conducta del cristiano, impulsándole a imitar a Jesucristo, Hijo de Dios, buscando el modo de identificarse progresivamente con Él, para así adentrarse más y más en la confianza y el abandono filial en Dios y en el empeño por configurar la propia conducta de acuerdo con la Voluntad divina: «El abandono en la Voluntad de Dios es el secreto para ser feliz en la tierra. —Di, pues: "meus cibus est, ut faciam voluntatem ejus" —mi alimento es hacer su Voluntad» (n. 766). A ejemplo de Cristo, el cristiano trata de agradar a su Padre-Dios, ante quien está siempre: «Los hijos... ¡Cómo procuran comportarse dignamente cuando están delante de sus padres! Y los hijos de Reyes, delante de su padre el Rey, ¡cómo procuran guardar la dignidad de la realeza! Y tú... ¡no sabes que estás siempre delante del Gran Rey, tu Padre-Dios!» (n. 265).

De muchas maneras dijo Cristo que la vida del cristiano había de ser apasionada y difícil, como una guerra, en la que se hace realidad el pensamiento de Job evocado en Camino: «Que la vida del hombre sobre la tierra es milicia, lo dijo Job hace muchos siglos. —Todavía hay comodones que no se han enterado» (n. 306). El breve comentario que sigue a estas palabras pone de relieve que la lucha es una realidad, independiente de la voluntad individual de un hombre y apunta una valoración negativa de quienes no saquen consecuencias de este hecho. Otra evocación, ahora de las propias palabras de Dios hecho hombre, invita claramente a luchar: «(...) "Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?" —Y ya ves: casi todo está apagado... ¿No te animas a propagar el incendio?» (n. 801).

Pero la lucha, como un incendio, ¿no es una actividad negativa por destructora? La contestación a esta pregunta no tiene mucha dificultad. Basta reflexionar brevemente para hacernos cargo del valor positivo que la lucha puede tener en la existencia del hombre. Es un hecho de experiencia universal que la vida no transcurre sin dificultades, que el hombre ha de superar para conseguir aquello que se propone. La santidad, la honestidad profesional, el ejercicio de las virtudes humanas, el cumplimiento del deber... presentan al hombre un estupendo atractivo: el del bien, que se manifiesta como una meta dichosa pero ardua. El bien es arduo cuando su posesión entraña superar obstáculos. Las cosas y las leyes físicas, las exigencias morales y sociales, ofrecen a veces obstáculos, como una cuesta arriba o una montaña pueden hacer difícil, y aun imposible, la continuación de un camino. Quitar ese obstáculo, destruirlo, es ciertamente una condición necesaria para seguir haciendo lo que pensábamos hacer. La lucha contra los obstáculos es un quehacer constante en la existencia cotidiana del hombre. Sin capacidad de lucha, la vida no podría continuar. Luchar contra las enfermedades y los agentes que las producen es una condición necesaria para continuar la vida biológica; luchar por superar los obstáculos que se oponen a la vida espiritual es condición necesaria también para vivir en paz de acuerdo con las exigencias de la dignidad humana y cristiana. Mas el que inicia una lucha quiere cambiar una situación por otra y en este deseo va implícito el empeño de que la nueva situación, que se espera alcanzar con la victoria, se pueda disfrutar sosegadamente, en paz. Paradójicamente, la guerra empieza por romper una paz para instaurar otra. Es la paz, o las paces, la preexistente y la subsiguiente, las que dan sentido a la guerra. En Camino se resumen estas ideas y, en muy pocas palabras, se vuelve a reforzar el estímulo hacia la lucha: «(...) La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz» (n. 308). Con toda claridad queda expresada la gran paradoja del sentido de la lucha en la vida humana. La lucha no es causa directa de la paz. Pero es condición necesaria para alcanzarla en la existencia real del hombre en el tiempo.

El esquema de la lucha ascética, como el de cualquier combate, implica la existencia de unos objetivos que la voluntad determina firmemente alcanzar, de obstáculos o enemigos, de armas que deben ser utilizadas.

El objetivo de la lucha ascética

La lucha ascética, como cualquier actividad de la vida cristiana, tiene su fin en Dios mismo; la unión con Dios, la santidad, es propuesta de continuo, mostrando los brillos diversos de su potente atractivo: «(...) ámale con toda la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido. (...) dile que estás más loco por Él que María Magdalena, más que Teresa y Teresita..., más chiflado que Agustín y Domingo (...)» (n. 402). La identificación con Cristo se muestra el núcleo de aquello que se persigue en esta accesis cristiana: «En Cristo tenemos todos los ideales: porque es Rey, es Amor, es Dios» (n. 426). «(...) —Meta yo a Jesús en todas mis cosas (...)» (n. 416). El alma recibe frecuentemente el influjo persuasivo de que la meta no debe ser nunca abandonada: «(...) El mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero (...) nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! —¡tuyo!—, tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer (...)» (n. 432).

La lucha cesa cuando se posee pacíficamente a Dios; cuando llegue la bienaventuranza eterna. Mientras tanto, su efecto es la paz interior del hombre. A ella se refiere otro punto de Camino: «(...) Sin lucha no podré tener paz» (n. 308).

No es paz interior cualquier quietud o sosiego. La paz exige orden. Y el orden de los impulsos humanos se manifiesta en la subordinación a la voluntad, que, a su vez, se debe subordinar a Dios. La fijación de las tendencias en el bien sensible, cuando se opone a la voluntad divina, no es paz verdadera sino falsa. El primer cometido de la lucha ascética es justamente remover esa situación que reposa sobre un error, hasta conseguir superarla con la gracia de Dios. La paz —consecuencia de la lucha— se exterioriza en la gratitud por el resultado obtenido: «(...) gózate en tu victoria. —¡Qué alegría más honda, esa que siente tu alma, después de haber correspondido!» (n. 992).

La superación de los obstáculos

El Siervo de Dios insiste principalmente en la lucha contra la pasividad: se da una importancia prioritaria a combatir las omisiones en el ejercicio de la virtud: la omisión puede ser más perniciosa que el equivocarse. La ascética que subyace no pone el acento en el freno de los impulsos que pueden llevar al hombre a la derrota: los obstáculos que deben ser combatidos son, antes que nada, los que manifiestan falta de vida —la Vida sobrenatural de hijos de Dios que el Espíritu Santo promueve de continuo en el alma—; los que implican disminución de fuerzas; los que revelan un languidecer de la vibración; los que denuncian, sobre todo, debilidad, enervamiento, desánimo, atonía, desaliento, desidia (cfr. nn. 258, 348, 792, 903, 988).

Sin embargo, hablando de los enemigos con los que en la lucha ascética se debe combatir, Camino se sitúa en la tradición ascética. Menciona explícitamente «el mundo, el demonio y la carne» (cfr. n. 708). Su poder radica en nuestras deficiencias personales; son inoperantes mientras no cuenten con la complicidad interior: «(...) no temas a los enemigos de fuera, por grande que sea su poder (...)» (n. 955).

Personalizando estos enemigos interiores se llega a una conclusión desconcertante: es el propio hombre enemigo de sí mismo. Cada uno de nosotros personificamos los factores que en la lucha ascética operan en contra nuestra: «Tu mayor enemigo eres tú mismo» (n. 225), se dice escuetamente en Camino. La primera exigencia de la lucha ascética es enfrentarse uno consigo mismo (cfr. n. 18); y la incapacidad de vencerse es la más patética concesión de derrota: «¡No sé vencerme!, me escribes con desaliento (...)» (n. 716).

En varios puntos de Camino se desgrana la clásica doctrina tradicional de San Juan, según la cual el origen del pecado se halla en la triple concupiscencia inserta en el hombre: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia en la vida (1 Ioh 2, 16).

Es la rebelión del cuerpo contra el alma (cfr. n. 302) la manifestación más patente del desorden con el que tiene que luchar el cristiano. La armonía del microcosmos que es cada hombre exige que los elementos sensibles del ser humano, sus tendencias sensitivas, estén subordinadas a la inteligencia racional. Es la razón la que unifica todos los actos del hombre orientándolos hacia el fin absoluto de la vida. Cuando una tendencia de orden sensible, biológico, desborda el campo del conocimiento racional surge el conflicto. El cuerpo se convierte en un enemigo traidor (cfr. n. 226). La blandura en el trato del cuerpo es tal vez el primer obstáculo que debe ser vencido. «Si sabes que tu cuerpo es tu enemigo, y enemigo de la gloria de Dios, al serlo de tu santificación, ¿por qué le tratas con tanta blandura?» (n. 227). El cuerpo es el sustrato sensible de la existencia del hombre, el fundamento biológico de la vida humana. Tratar adecuadamente al cuerpo, con la suficiente dureza, con caridad, ciertamente, pero con la caridad debida a un enemigo (cfr. nn. 195-196) es, a su vez, la base necesaria para luchar.

Es la blandura como el caldo de cultivo para los enemigos interiores y la complicidad de los exteriores. La razón está en que toda virtud —y la adquisición y refuerzo de virtudes es la parte positiva de la lucha ascética— supone fortaleza, esfuerzo. La fortaleza es condición de toda virtud en tanto que es firmeza de ánimo, cimiento seguro del obrar cristiano.

La blandura en el trato del cuerpo se transfiere al dominio sobrenatural convirtiéndole en flojedad de ánimo: «Lucha contra esa flojedad que te hace perezoso y abandonado en tu vida espiritual. —Mira que puede ser el principio de la tibieza..., y, en frase de la Escritura, a los tibios los vomitará Dios» (n. 325). De nuevo el autor de Camino se sitúa en la corriente universal de la ascética cristiana. La pereza figura entre los pecados capitales y la tibieza es uno de los vicios contra los que previenen con insistencia frecuente los autores espirituales. Pero tal vez valga la pena fijarse en la palabra de sentido popular que utiliza Monseñor Escrivá de Balaguer: flojedad. Flojedad es un término coloquial con el que se viene a significar la ausencia de tensión. El flojo —del «fluxus» latino— es el que se queda sin firmeza, el que se deja caer, dejándose arrastrar por el «fluir de la vida»; en lugar de ser el dueño de su propio destino, el que elige su propio camino, es el ser dirigido por otro, pierde su condición de persona. La vida cristiana es una continua tensión entre las deficiencias personales y la perfección a que está llamado el hombre. Y flojedad es abandonar la tensión, hecho que se da, con demasiada frecuencia, siempre que el hombre se deja llevar por la atracción de los bienes sensibles.

La concupiscencia de los ojos se suele interpretar principalmente como afán inmoderado de los bienes de la tierra. El desprecio de las riquezas es condición y señal de ser hombre de Dios: «Si eres hombre de Dios, pon en despreciar las riquezas el mismo empeño que ponen los hombres del mundo en poseerlas» (n. 633).

El amor desordenado a los bienes de la tierra, tal como se suele definir el vicio de la avaricia, tiene su contrapunto en la magnanimidad y en la pobreza. Tal vez uno de los aspectos más finos de la lucha ascética de Camino es justamente el concepto de pobreza, que no tiene un sentido puramente material de tener o no tener físicamente bienes, sino en estar por encima de ellos, desprendidos: «No consiste la verdadera pobreza en no tener, sino en estar desprendido: en renunciar voluntariamente al dominio sobre las cosas. —Por eso hay pobres que realmente son ricos. Y al revés» (n. 632). Y, paradójicamente, la magnanimidad, el ensanchamiento del ánimo: «(...) Si vienen a tus manos las riquezas, no pongas en ellas tu corazón. —Anímate a emplearlas generosamente. Y, si fuera preciso, heroicamente. —Sé pobre de espíritu» (n. 636).

Además, en el caso de las obras cristianas de apostolado, la falta de los medios materiales necesarios no debe inquietar el alma, ni cohibir su iniciativa. Como reflejo evangélico de la enseñanza de Jesús cuando hablaba de la serenidad que ha de darnos la confianza en el Padre viendo cómo trata a los pájaros y a las flores: «No te desvele el conflicto económico que se avecina a tu empresa de apostolado. —Aumenta la confianza en Dios, haz humanamente lo que puedas y ¡verás qué pronto el dinero deja de ser conflicto!» (n. 487).

La exposición diáfana de los obstáculos, mostrando sin paliativos sus efectos paralizantes, orienta al lector, impulsándole a combatir, añadiendo con frecuencia junto al enemigo señalado la realidad positiva que nos intenta sustraer. La síntesis de estos enemigos podía expresarse en una graduación marcada por el pesimismo, la cobardía y la tristeza. El pesimismo es tanto como incapacidad de la inteligencia para ver los aspectos buenos de la realidad, para hacernos cargo de que en última instancia el ser es igual al bien: «"Duc in altum". —¡Mar adentro! —Rechaza el pesimismo que te hace cobarde. "Et laxate retia vestra in capturam" —y echa tus redes para pescar. ¿No ves que puedes decir, como Pedro: "in nomine tuo, laxabo rete" —Jesús, en tu nombre, buscaré almas?» (n. 792).

Cuando el pesimismo es la característica valorativa de la realidad, la consecuencia es el miedo a enfrentarse con tanto mal como se descubre alrededor nuestro. En la mutua interacción de la inteligencia y la voluntad, el pesimismo refuerza la cobardía y la cobardía a su vez refuerza el pesimismo, incitándole a descubrir riesgos aun en aquellas ocasiones en que se alcanza una visión clara de lo que se debe hacer: «Si ves claramente tu camino, síguelo. —¿Cómo no desechas la cobardía que te detiene?» (n. 903).

Pesimismo y cobardía, ceguera de inteligencia y debilidad de voluntad llevan al hombre a la tristza, un sentimiento que invade la personalidad entera y paraliza la acción: «Tristeza, apabullamiento. No me extraña: es la nube de polvo que levantó tu caída (...)» (n. 260).

«(...) —Te he visto luchar...: tu derrota de hoy es entrenamiento para la victoria definitiva» (n. 263). Tras el somero análisis de los enemigos con los que se debe luchar, queda claro que la ascética de Camino está muy lejos de ser restrictiva, negativa, paralizante de la acción por miedo a nuestras deficiencias o a nuestros fracasos. Es positiva, briosa, estimulante, que empuja hacia la respuesta operativa a la llamada de Dios. En ella, lo que importa es vigorizar al cristiano para que la semilla de la gracia dé su fruto en la mayor abundancia posible. No parece muy aventurado decir que importa más combatir el peligro de lo que hace inútil la existencia y vacía la vida, que precaverse contra las caídas. Estamos frente a un ascetismo dinámico, al mismo tiempo que sosegado y contemplativo, como más adelante se verá.

Las armas para la lucha ascética

Vistos los objetivos propios de la lucha ascética, parece que se debe tratar de las armas con que el cristiano cuenta para luchar contra sus enemigos.

Teniendo en cuenta su carácter espiritual, es lógico pensar que las armas son también espirituales. No se trata, pues, de objetos materiales, más o menos preparados para la destrucción, sino de fuerzas espirituales que contrarresten, hagan ineficaz, impidan y superen con su influjo benéfico la acción de los factores negativos para la vida cristiana, cooperando y sirviendo de cauce a la acción del Espíritu Santo, Santificador del alma, para conducirla hacia la altura de una creciente unión con Dios e identificación con Cristo. Por otra parte, como la lucha ascética se desarrolla en el tiempo y compromete a la vida entera, las armas para la lucha ascética tendrán una base humana que habrá de ser sobrenaturalizada. En líneas anteriores se habla de «fuerzas espirituales»; esto vale tanto como hablar de gracia y de virtudes. La consecuencia es que las armas para la lucha ascética son la gracia y las virtudes, pero las virtudes no nos son dadas de una manera perfecta, sino sólo incoada, como disposiciones naturales o infundidas sobrenaturalmente que es menester desarrollar posteriormente.

El desarrollo de estas virtudes, supuesta la gracia de Dios que a todos los hombres se les ofrece en medida suficiente, se apoya en la actividad personal de cada uno. Bien entendido que al hablar de actividad no me refiero simplemente a la acción externa en virtud de la cual el hombre sale de sí mismo para modificar las cosas que tiene a su alrededor; en ella se incluye tanto la actividad interior, aquella que se realiza en la intimidad de cada uno y se resuelve en ideas, pensamientos, deseos, aspiraciones y también, por supuesto, la actividad manifiesta en la cual el hombre sale al exterior expresándose en palabras o en hechos.

Por su condición de criatura, el hombre antes de hacer «nada» ha «recibido», en primer término, su propio ser con las características propias de la naturaleza humana. El cristiano ha recibido después, a través de los Sacramentos, la gracia, que esencialmente es capacidad de vida sobrenatural. Pero, al recibir inicial con que se hace realidad un ser, le sigue un recibir continuo, merced a la Providencia Divina, que va haciendo posible, tanto en el orden natural cuanto en el sobrenatural, el desarrollo de la personalidad humana y cristiana. El primer quehacer en la lucha ascética es disponer la vida de tal modo que, en ella y para ella, el hombre continúe recibiendo adecuadamente aquello que es anterior y superior a sus propias fuerzas. En otras palabras, junto a los Sacramentos, la vida cristiana necesita la oración.

Mas el cristiano no es simplemente un ser receptivo; dentro de los límites propios de la criatura es también un principio consistente de actividad. Por otra parte, la Providencia Divina ha dispuesto que la vida humana no sólo sea la consecuencia necesaria de los dones, naturales y sobrenaturales, que Dios otorga sino que éstos necesiten el complemento, o si se quiere la activación o actualización, nacido de la respuesta operativa del hombre. Para utilizar expresiones también consagradas en la vida espiritual es menester la cooperación humana para que la vida cristiana sea eficaz. Y la cooperación viene dada por la actividad de sus potencias espirituales, es decir, de la inteligencia y la voluntad.

La actividad propia de la inteligencia es el estudio, aplicación cuidadosa del entendimiento para llegar a conocer algo.

En la vida cristiana, el conocimiento llega a su colmo, alcanza su finalidad completa, cuando sirve para orientar las acciones. De experiencia universal es, por otra parte, que no basta conocer; del dicho al hecho hay un gran trecho, dice un refrán popular. Pensando incluso en el conocimiento moral, el que está más próximo a la acción de las virtudes, es también un hecho comprobado por la investigación psicológica que no hay correlación perfecta entre el juicio moral y la actividad moral, con lo cual se confirma en el terreno de la ciencia lo que por experiencia común se sabe. Las anteriores reflexiones indican que junto al estudio deben actuar otros factores que razonablemente lleven al fortalecimiento de la voluntad. Estos otros factores son las obras mismas, los actos de virtud que en su propio dinamismo llevan la posibilidad de ir reforzando el mismo hábito que los ha originado.

Corrientemente, el uso de la inteligencia suele referirse a quehaceres propios de la escuela o del que se dedica profesionalmente a la investigación o a la enseñanza. Pero el quehacer intelectual es algo más amplio y más profundo. Se refiere, no simplemente al intento de dominar una ciencia, sino también a la capacidad de conocer lo que las cosas son y valen respecto de nosotros mismos y conocernos con nuestras propias posibilidades y limitaciones. El gran servicio que la inteligencia puede, y debe, prestar a cualquier hombre es ayudarle a descubrir todo el bien que hay en la realidad. La lucha espiritual, estimulada y orientada en Camino se halla enmarcada, según palabras del Fundador del Opus Dei, en un ascetismo sonriente; es un camino para encontrar la alegría en este mundo como principio y preparación de la felicidad absoluta.

La alegría es complacencia en el bien. La permanencia de la alegría exige capacidad para sobreponerse a las manifestaciones del mal en el mundo. Se necesita penetración mental suficiente para descubrir los aspectos positivos de las cosas y de las circunstancias a fin de que la voluntad no sea absorbida ni por la frustración de un bien no alcanzado ni por la tristeza de un bien que se ha ido. Sin una comprensión profunda del mundo real, y especialmente del dolor y del mal, la alegría permanente es una utopía. Solamente cuando se acepta la realidad sobrenatural y la inmensidad del amor de Dios, cobran su significado positivo todas las realidades de la vida, incluso las aparentemente negativas. La seguridad y garantía de que en cualquier cosa, acontecimiento y relación personal puede haber algún bien se sostiene en la fe firme para aceptar que todas las cosas, en su raíz primera, son buenas porque provienen y son mantenidas por la mano de Dios; que todos los hombres tienen la peculiar bondad potencial en tanto que hijos de Dios. En Él se apoya la firme esperanza de que todo es para bien, según la enseñanza paulina (Rom 8, 28). Omnia in bonum, decía con frecuencia Monseñor Escrivá de Balaguer. Descubrir el bien en todas las cosas es el mejor servicio que la inteligencia, a través del estudio y la contemplación, puede prestar al hombre. «Si salen las cosas bien, alegrémonos, bendiciendo a Dios que pone el incremento. —¿Salen mal? —Alegrémonos, bendiciendo a Dios que nos hace participar de su dulce Cruz» (n. 658). En síntesis, cuatro armas principales son necesarias para la lucha ascética: los Sacramentos, la oración, el estudio y las obras virtuosas.

a) Sacramentos

En primer lugar los Sacramentos. Porque ellos son la puerta de entrada a la participación de la vida divina en la Iglesia y los canales ordinarios por donde la gracia llega desde Dios al hombre. «Nada hay mejor en el mundo que estar en gracia de Dios» (n. 286). «¡Qué bondad la de Cristo al dejar a su Iglesia los Sacramentos! —Son remedio para cada necesidad. —Venéralos y queda, al Señor y a su Iglesia, muy agradecido» (n. 521).

En estas citas hay una alusión implícita a la gracia habitual que, como causas instrumentales, confieren o aumentan todos los Sacramentos, y a la gracia sacramental, propia de cada uno, que añade, sobre la gracia común y sobre los dones y virtudes, cierto auxilio divino para alcanzar la finalidad del Sacramento.

En tanto que causas de la gracia, los Sacramentos son signos prácticos, que producen lo que significan. De aquí la conveniencia —cuando no necesidad— de acudir a aquellos Sacramentos que, como la Penitencia y la Comunión, se pueden recibir repetidamente.

El Siervo de Dios, en Camino, pone bien de manifiesto su especial devoción por los dos Sacramentos mencionados. «¡Cuántos años comulgando a diario! —Otro sería santo —me has dicho—, y yo ¡siempre igual! —Hijo —te he respondido—, sigue con la diaria Comunión, y piensa: ¿qué sería yo, si no hubiera comulgado?» (n. 534). «Comulga. —No es falta de respeto. —Comulga hoy precisamente, cuando acabas de salir de aquel lazo. —¿Olvidas que dijo Jesús: no es necesario el médico a los sanos, sino a los enfermos?» (n. 536).

Y por lo que se refiere al Sacramento de la Penitencia, Monseñor Escrivá de Balaguer no se conforma con reverenciarle: «"Induimini Dominum Jesum Christum" —revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, decía San Pablo a los Romanos. —En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos» (n. 310). Como si adivinara la ola de menosprecio por la confesión sacramental que habría de venir años después, recomienda explícitamente la Confesión: «¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! —Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona. ¡Bendito sea el Santo Sacramento de la Penitencia!» (n. 309).

b) Oración. Oraciones vocales

La vida sacramental se halla estrechamente ligada a la vida de oración. Al hablar de las disposiciones necesarias para recibir bien los Sacramentos se suele mencionar el deseo ardiente. Este deseo ardiente se expresa de un modo principal en la oración. Si en los Sacramentos la actitud del cristiano es receptiva, en la oración parece como si el alma saliera hacia Dios para pedirle una y otra vez participar más estrechamente en su vida.

Casi resulta ocioso hablar de oración en Camino, puesto que todo él no es, en definitiva, otra cosa que un estímulo a orar con el fin de entrar más íntimamennte a la vida divina y acomodar nuestra vida personal a la voluntad de Dios. En la introducción del libro pide Monseñor Escrivá de Balaguer al lector que lea despacio esos consejos, medite pausadamente sus consideraciones, «y así mejores tu vida y te metas por caminos de oración». Uno de los primeros apartados en los que se agrupan los puntos de Camino responde precisamente al rótulo de Oración. Y en él se dice: «La oración es el cimiento del edificio espiritual (...)» (n. 83).

Cualquier oración va dirigida a Dios como último punto de referencia. Sin embargo, las criaturas que ya están gozando de la presencia de Dios, interceden —interceder = actuar en medio—como mediadores nuestros. Y, sobre todos ellos, la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, a quien los cristianos, en su lucha por la santidad, han de acudir como más segura y eficaz mediadora: «Antes, solo, no podías... —Ahora, has acudido a la Señora, y, con ella, ¡qué fácil!» (n. 513).

El carácter especialmente mariano que su Fundador infundió al Opus Dei tiene claras manifestaciones en Camino: «Sé de María y serás nuestro» (n. 494). «A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María» (n. 495).

Sin excesivas preocupaciones de sistema, en los distintos puntos de Camino se mencionan los distintos tipos de oración, algunos ya clásicos en los tratados de espiritualidad, otros peculiares de la experiencia y espiritualidad del Fundador del Opus Dei.

Oración vocal, enseñada nada menos que por el Señor (cfr. n. 84). Oración mental, consideración, meditación, discursiva, afectiva, contemplativa, litúrgica, diálogo con el Señor (cfr. nn. 81-117).

Dentro del amplio recorrido sobre la oración, tal vez sea interesante destacar un punto de Camino en el que se manifiestan algunos matices de la espiritualidad del Fundador del Opus Dei. Monseñor Escrivá de Balaguer sabe apoyarse en la realidad. Su experiencia le ha hecho ver las dificultades con que el cristiano tropieza para hacer oración. «(...) Cuando no sepas ir adelante, cuando sientas que te apagas, si no puedes echar en el fuego troncos olorosos, echa las ramas y la hojarasca de pequeñas oraciones vocales, de jaculatorias, que sigan alimentando la hoguera. —Y habrás aprovechado el tiempo» (n. 92).

Se acaba de mencionar una forma de oración pequeña, mínima, la jaculatoria. Pienso que vale la pena detenerse a reflexionar sobre su sentido, porque la jaculatoria, bien poca cosa materialmente, puede ayudar a vivir una vida de diálogo con Dios.

La jaculatoria es un acto de oración en el que, de una manera breve, casi instantánea, nos dirigimos a Dios. Como es bien sabido, el origen de la palabra está en la voz latina jaculum, que vale tanto como dardo, flecha. La jaculatoria se lanza rápidamente, catapultada por la fuerza de una presión interior que quiere exteriorizarse. Como la flecha o el dardo, es rápida; como la flecha y el dardo, pretende entrar en lo más profundo de Aquel a quien la dirigimos.

El lenguaje que se utiliza en las jaculatorias puede responder a fórmulas especiales, extendidas y consagradas por el uso; a partes especiales de una oración común, por ejemplo, una petición del Padrenuestro; o bien son expresiones espontáneas, nacidas y usadas en el momento mismo de lanzar la jaculatoria.

Especialmente importantes como fuentes de jaculatorias son las oraciones universales propuestas o aceptadas por la Iglesia y confirmadas por el uso común en el pueblo fiel, de las cuales se puede tomar una palabra o una frase que tienen una significación precisa y utilizarlas como jaculatorias. En concreto, cada petición del Padrenuestro, como ya hemos dicho, se puede convertir en jaculatoria, como cada parte del Ave María o cada invocación del Gloria Patris.

Todos los afectos que el hombre puede sentir o las actitudes que puede tomar respecto de Dios se pueden expresar por medio de jaculatorias. Hay expresiones de adoración en las que subyace la idea de Dios como ser infinito. Expresiones de cariño en las que la idea prevalente es la de Dios como Padre. Expresiones de agradecimiento en las que se ve a Dios como bienhechor. Expresiones de expiación en las que se reconoce uno mismo como pecador. Expresiones de ofrecimiento a Dios como Dueño y Señor de cosas y personas. Expresiones de petición al Dios Todopoderoso. En resumen, expresiones en las cuales Dios aparece como el que es, tiene y puede todo.

Teniendo presente que las expresiones de las jaculatorias son, o pueden ser, las mismas de los textos litúrgicos y de las oraciones consagradas, es fácil ver en ellas un buen camino para adelantar en la oración.

La oración, como actividad que tiene una vertiente humana, se adapta en sus diferentes manifestaciones al desarrollo de la personalidad del hombre. Desde este punto de vista se puede trazar como un camino que parte de las oraciones vocales, pasa por las jaculatorias, y termina en la oración mental y afectiva.

En primer lugar, las oraciones de la niñez: «No olvides tus oraciones de niño, aprendidas quizá de labios de tu madre. —Recítalas cada día con sencillez, como entonces» (n. 553). La repetición de las oraciones que enseña la madre es el primer paso que el cristiano da en el camino de la oración.

Después, expresión de afectos sencillos, propios de la infancia y útiles en cualquier etapa de la vida: «¿Has presenciado el agradecimiento de los niños? Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante lo favorable y ante lo adverso: "¡Qué bueno eres! ¡Qué bueno! (...)"» (n. 894).

Viene, más tarde, la posibilidad de dirigir jaculatorias, nacidas de los afectos, todavía infantiles, o con palabras tomadas de las oraciones que se han aprendido: «"Domine, doce nos orare". —¡Señor, enséñanos a orar! —Y el Señor respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: "Pater noster, qui es in coelis..." —Padre nuestro, que estás en los cielos... ¡Cómo no hemos de tener en mucho la oración vocal!» (n. 84).

Iniciado el uso de jaculatorias, se pueden unir a la oración, vocal o mental, y tener las palabras arrancadas de las oraciones como motivo de repetición y recuerdo a lo largo del día: «Esas palabras, que te han herido en la oración, grábalas en tu memoria y recítalas pausadamente muchas veces durante el día» (n. 103). Aparece ya la posibilidad de reflexión, tomando como materia las oraciones vocales y jaculatorias: «Despacio. —Mira qué dices, quién lo dice y a quién. —Porque ese hablar de prisa, sin lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas. Y te diré, con Santa Teresa, que no lo llamo oración, aunque mucho menees los labios» (n. 85). Es ya la oración mental apoyada en expresiones o palaåbras concretas.

Por último, el remate de la oración, lo que le da sentido profundo: aumento de la devoción y el amor: «"Et in meditationes mea exardescit ignis"». —Y, en mi meditación, se enciende el fuego. —A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera, lumbre viva, que dé calor y luz (...)» (n. 92).

Tras las oraciones vocales, las jaculatorias, la oración mental y la oración afectiva, llegará lo que Dios esté dispuesto a dar y el alma a aceptar, haciendo realidad el ideal de llegar a ser contemplativos en medio del mundo.

c) Estudio. Lectura espiritual

En el servicio de Dios está enmarcada la persona entera; por consiguiente, la inteligencia. Más aún, la inteligencia ocupa un puesto destacado en la actividad humana porque gracias a ella los actos del hombre pueden ser libres y, por tanto, propiamente humanos; por ella nos diferenciamos de los animales. Es la facultad rectora de la libertad, que orienta todo lo que el hombre debe o no debe hacer. Y, como la inteligencia es una facultad susceptible de desarrollo, el estudio, que es la actividad orientada al perfeccionamiento intelectual, es una actividad necesaria para el hombre: «Si has de servir a Dios con tu inteligencia, para ti estudiar es una obligación grave» (n. 336).

En la lucha ascética, el estudio no se ha de entender solamente como una actividad sistemática, reglada, propia de las instituciones escolares. No es que se excluya la necesidad de un estudio sistemático de la Religión, especialmente en el hombre culto para que no exista un desnivel entre la cultura profana y la cultura religiosa. En sentido más preciso, el estudio que pudiéramos llamar «ascético» es una actividad implicada en el quehacer ordinario de un cristiano que quiere avivar y reforzar su fe. Su finalidad no es aprender más, sino conocer mejor los misterios de la vida cristiana, para aumentar y reforzar nuestro amor. Una de las más corrientes formas de estudio, con este significado, es la lectura espiritual.

El hábito de leer es uno de los grandes resortes culturales que el hombre tiene a su alcance. A través de la lectura, cada uno de nosotros podemos incorporar las ideas, pensamientos y reflexiones, todo el mundo intelectual que constituye la tradición de la Humanidad. La lectura espiritual es el medio que cualquier cristiano tiene a su alcance para que su vida penetre la sabiduría cristiana, expresada a través de los siglos.

«No dejes tu lección espiritual. —La lectura ha hecho muchos santos», se lee en Camino (n. 116). ¿Cómo la lectura puede hacer Santos? Sencillamente, aclarando y enriqueciendo el conocimiento de la vida y las enseñanzas de Cristo y de aquellos que más de cerca le siguieron, para dar un fundamento más firme al amor. Pero la lectura necesita ser comprendida en toda su profundidad. Leer no significa sólo transformar en signos fonéticos los signos gráficos de un escrito, ni siquiera el simple reconocimiento de las palabras que constituyen un texto. Se lee, propiamente, cuando, a través de un escrito, llega uno a comprender —y participarlas ideas de quien habló o escribió y, a través de ellas, los sentimientos, actitudes y decisiones que originaron.

El hábito de la lectura, como cualquier hábito, se refuerza en su propio ejercicio. A medida que se lee se va adquiriendo mayor capacidad de comprensión. Mas para que este aumento sea real, es menester leer despacio; la lectura es un acto muy complejo y en él intervienen multitud de factores. En realidad, la comprensión de lo que se lee no es una progresión lineal que va de la impresión sensible a las significaciones de las palabras o de los conocimientos previos que uno tiene a la adquisición de nuevos conocimientos expresados en el texto. Esto acontece, pero junto a ello hay una verdadera interacción entre los conocimientos —y la formación—propios y los que se expresan en el texto escrito. Esto vale tanto como decir que una lectura profunda, real, es también un ejercicio de reflexión. Por esta razón se puede considerar la lectura como una de las bases necesarias para el razonamiento humano en su pleno significado.

«En la lectura —me escribes— formo el depósito de combustible. —Parece un montón inerte, pero es de allí de donde muchas veces mi memoria saca espontáneamente material, que llena de vida mi oración y enciende mi hacimiento de gracias después de comulgar» (n. 117). Depósito de combustible, es decir, material necesario para el fuego que da luz —vida intelectual— y calor —vida de amor—. Si en la oración se enciende el fuego (cfr. n. 92) y la lectura es el depósito de combustible, fácilmente se comprende, a través de estas metáforas, la íntima relación que tiene la lectura espiritual con la oración y, a través de ella, con toda la vida cristiana.

d) Obras: Mortificación. Trabajo

Ya se habló antes de la distancia que hay entre el pensamiento y la acción, entre las palabras y las obras. La vida humana consiste fundamentalmente en conocer y amar. Después del conocimiento, el amor; no en segundo lugar porque el amor sea menos importante sino porque tiene su fundamento en el conocer. Si, en general, la palabra es expresión del conocer, la obra es expresión del amor. «Cuentan de un alma que, al decir al Señor en la oración "Jesús, te amo", oyó esta respuesta del Cielo: "Obras son amores y no buenas razones" (...)» (n. 933).

Pero la idea del obrar no debe interpretarse de un modo puramente físico. No importa la materialidad de las obras, sino el amor que en ellas se introduce. La acción como movimiento y actividad material tiene sentido y ha de venir después de las operaciones interiores del amor: «Primero oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en "tercer lugar", acción» (n. 82).

Dentro del genérico nombre de obras se pueden distinguir dos tipos de actos: los que van orientados directamente a vencer los obstáculos que encontramos, y los que, incidiendo directamente en las cosas y bienes materiales, también se orientan al servicio de Dios. Estos dos tipos de actos los podemos reunir bajo el concepto de mortificación y de trabajo.

La mortificación es probablemente la actividad en la que más claramente se pone de manifiesto el sentido positivo de la lucha.

Mortificar en sentido estricto es dar muerte; y lo propio de la lucha, en su manifestación límite, es dar muerte a los enemigos. Su valor positivo se halla en que siendo los enemigos un mal, su negación o aniquilamiento es un bien necesario. Gráficamente se expresa esta idea en Camino: «Paradoja: para Vivir hay que morir» (n. 187).

Toda la doctrina tradicional de la mortificación se halla reflejada en Camino. En este libro podemos hallar referencias a los dos grandes tipos de mortificación: mortificación interior, la más importante por supuesto; pero además la mortificación exterior. Partiendo de una consideración positiva de las realidades naturales, creadas por Dios, ante la experiencia de las inclinaciones hacia los bienes sensibles, que si no son ordenadas por la razón pueden apartar del fin último, se insiste en la necesidad de una lucha decidida para que la voluntad domine y sepa guiar todo el propio yo al bien verdadero.

Habla también Camino de los puntos de apoyo para la mortificación: «Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies: hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel...» (n. 194). Señala con fuerza lo que no puede ser objetivo prioritario de alguien que quiera seguir a Cristo: «Oro, plata, joyas..., tierra, montones de estiércol. —Goces, placeres sensuales, satisfacción de apetitos..., como una bestia, como un mulo, como un cerdo, como un gallo, como un toro. Honores, distinciones, títulos..., cosas de aire, hinchazones de soberbia, mentiras, nada» (n. 677). Pero hay dos puntos importantes que me parece deben ser puestos de relieve.

En primer lugar, la mortificación parece algo desabrido, cuyo final sería el vaciamiento del hombre. No comas en exceso, no bebas, desprecia las riquezas, desprecia los honores... Para poder gozar de la belleza, ya se trate de la belleza natural, y mucho más si se trata de la belleza moral y sobrenatural, es menester no tener obstruidas las vías de percepción y conocimiento de lo espiritual. Con hermosas palabras se insinúa que la mortificación es un «despertar del alma», es decir, dar más vida a nuestra vida. El aburrimiento, esta gran enfermedad de nuestros días, en los que hasta los entretenimientos y diversiones tienen que ser programados, es un hecho natural consecuencia de la ceguera o la inanición del alma. Los bienes materiales son limitados, a veces no están a nuestro alcance y otras veces el goce de ellos mismos desemboca en la saturación y hastío. Cuando, ansiosos los sentidos de calmar los apetitos y ciega el alma para descubrir el bien y la belleza de las cosas que tiene a su alrededor y de las situaciones en que se encuentra, el aburrimiento surge como expresión del vacío de la vida: «je aburres? —Es que tienes los sentidos despiertos y el alma dormida» (n. 368).

Por otra parte, la mortificación parece que implica una mirada hacia sí mismo y una preocupación exclusiva por la propia perfección, en definitiva, por la propia vida. Pero no se puede quedar en eso. La mortificación también requiere algún orden; para evitar el peligro apuntado, bueno es tener en cuenta que en la mortificación debe uno mirarse a sí mismo, ciertamente, pero también ha de mirar a los demás. Con mirada distinta: «Estos son los frutos sabrosos del alma mortificada: comprensión y transigencia para las miserias ajenas; intransigencia para las propias» (n. 198). ¡Cuántas tensiones y luchas, individuales y colectivas, se evitarían con esta actitud! La mortificación es también asunción del dolor, incorporación de los aspectos negativos de la vida para convertirlos en factores positivos. Mas esta apertura a lo doloroso, molesto o difícil también requiere una mirada y una actitud diferente para nosotros y para quienes nos rodean: «Busca mortificaciones que no mortifiquen a los demás» (n. 179).

Probablemente, la idea de trabajo como medio universal de santificación es una de las aportaciones más ricas que Monseñor Escrivá de Balaguer ha hecho no sólo a la doctrina cristiana, sino a la cultura universal. El espíritu del Opus Dei —ha escrito su Fundador— «se apoya, como en su quicio, en el trabajo ordinario, en el trabajo profesional, ejercidos en medio del mundo» (Es Cristo que pasa, n. 45). Este aprecio del trabajo, que se ve en múltiples manifestaciones de la catequesis de Monseñor Escrivá de Balaguer, está ya vivo y operante en Camino: «No me explico que te llames cristiano y tengas esa vida de vago inútil. —¿Olvidas la vida de trabajo de Cristo?» (n. 356).

En el texto que se acaba de transcribir se ve la gran razón del valor cristiano del trabajo. Fue un elemento importante en la vida de Cristo y, por consiguiente, así lo ha de ser en la vida del cristiano. Y adentrándose más en la naturaleza misma del trabajo, el Fundador del Opus Dei enseña expresamente que es una realidad santificable y, al mismo tiempo, señala cuál es el medio de hacer real la santificación del trabajo: «Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo» (n. 359). Nos encontramos aquí con una clara utilización ascética del principio, bien conocido, según el cual los actos humanos se especifican por el fin. Realizando el trabajo con un fin sobrenatural el trabajo se sobrenaturaliza.

La vida del Fundador del Opus Dei es una continua catequesis, oral y escrita, uno de cuyos puntos esenciales es la utilización del trabajo como medio de santificación propia, pero también como medio de santificar a los otros sobre la base de la santificación del trabajo mismo. Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con el trabajo. Claro está que la santificación del trabajo requiere una condición: que esté humanamente bien hecho. Para que cualquier aptitud humana produzca todos sus efectos, es menester que sus operaciones sean 10 más perfectas posible. Esto vale tanto como decir que, si el trabajo ha de cumplir su misión santificadora, debe ser realizado con la mayor perfección de que sea capaz el que trabaja. Si el resultado del trabajo es la obra, el resultado de un trabajo perfecto será la obra bien hecha.

La mención de la «obra bien hecha» plantea un interesante problema ligado, por una parte, a la tradicional idea de magnanimidad y, por otra, al actual tema del nivel de aspiración. El nivel de aspiración suele entenderse más bien en términos cuantitativos; pero, sin abandonar este punto de vista, vale la pena tener en cuenta que también puede aspirarse no sólo a una mayor cantidad de trabajo, sino a una mejor cualidad del mismo. Las producciones pueden ser grandes por su tamaño o extensión, mas pueden ser también grandes por su calidad. Y la calidad en la vida cristiana nace del amor: «Hacedlo todo por Amor. —Así no hay cosas pequeñas: todo es grande (...)» (n. 813).

El concepto de obra bien hecha tiene una significación amplísima. Se puede llamar obra bien hecha a un acto mínimo, sencillo, que se realiza casi de modo instantáneo, tal, por ejemplo, trasladar una silla de un lugar a otro, colocar un libro en su sitio, decir una palabra amable. También se puede aplicar a toda una vida; la vida de un santo, dedicado a lo largo de toda su existencia al cumplimiento de la voluntad de Dios, es claramente una obra bien hecha. En todo caso, una obra bien hecha debe estar bien orientada —hacia Dios—, bien realizada —profesional o humanamente—, bien acabada —rematada—. El intento de acabar las cosas con la mayor perfección posible es una exigencia humana, individual y social. En él se apoyan las producciones del arte y de la técnica. A través de él, el arte y la técnica pueden también sobrenaturalizarse.

La originalidad del pensamiento de Monseñor Escrivá de Balaguer no le impide enlazar con la tradición. Y así, recoge también la idea del trabajo como medio de quitar ocasión a las tentaciones: «Todos los pecados —me has dicho— parece que están esperando el primer rato de ocio. ¡El ocio mismo ya debe ser un pecado! (...)» (n. 357).

Finalmente, Camino acrecienta el valor social del trabajo. No le deja en la pura justicia de contribuir cada uno con sus aptitudes y su esfuerzo al enriquecimiento material y cultural de la sociedad. Es una incitación a dar más de aquello a lo que uno está obligado; es ocasión de generosidad, la virtud que viene a perfeccionar la justicia en el orden humano y que con visión sobrenatural se llama caridad: «Cuando hayas terminado tu trabajo, haz el de tu hermano, ayudándole, por Cristo, con tal delicadeza y naturalidad que ni el favorecido se dé cuenta de que estás haciendo más de lo que en justicia debes. —¡Esto sí que es fina virtud de hijo de Dios!» (n. 440).

Al sobrenaturalizar el trabajo, no sólo se participa en la obra creadora de Dios sino que se introduce la vida divina en la realidad material. De algún modo se puede juzgar que a través del trabajo sobrenaturalizado se extiende la obra redentora más allá de los seres humanos, alcanzando a todo lo existente. El hombre contribuye así a la redención universal en su más profundo significado.

Táctica. Examen. Dirección espiritual. Plan de vida

Al arte de disponer las cosas para utilizarlas en cualquier actividad se llama táctica. Esta palabra se aplica principalmente a la disposición de los elementos, especialmente armas y hombres, para la ejecución de las operaciones militares. En la lucha ascética también hay una táctica: «Ese modo sobrenatural de proceder es una verdadera táctica militar (...)» (n. 307).

Cualquier ordenación de diversos elementos para operar con ellos requiere inteligencia para conocer la situación y capacidad de decisión. Conocimiento y decisión permiten relacionar entre sí la actuación de los diversos factores, de tal suerte que concurran todos eficazmente a la finalidad común de derrotar al enemigo y desplazarlo de sus posiciones. En otras palabras, es menester un plan. Si entendemos que la lucha ascética es algo que ocupa toda la vida del cristiano, el plan de lucha ascética no es, en definitiva, sino el plan de vida cristiana. Resumiendo: el conocimiento de la situación exige su examen.

El examen es otra de las prácticas ascéticas ya tradicionales. De tal importancia, que en los catecismos se habla del «examen de conciencia» como el comienzo necesario para la preparación del Sacramento de la Penitencia. En la lucha ascética el examen tiene una significación más general: la necesidad de conocer el terreno, las situaciones en que uno se encuentra para ver cómo anda de fuerza moral y hacia dónde debe orientar sus esfuerzos. Como un eco de las palabras del Señor indicando la necesidad de ver con qué fuerzas cuenta uno para luchar contra el enemigo, el examen se presenta como un quehacer diario para mantener el control del negocio de la lucha ascética: «Examen. —Labor diaria. —Contabilidad que no descuida nunca quien lleva un negocio. ¿Y hay negocio que valga más que el negocio de la vida eterna?» (n. 235).

En mi opinión, tal vez lo más interesante y original del pensamiento del Fundador del Opus Dei sea presentar el examen como un acto para el cual se necesita un particular valor: «Examínate: despacio, con valentía (...)» (n. 237). ¿Por qué es necesaria la valentía para mirarse uno dentro de sí? Me parece que aquí se apunta una de las dificultades mayores que el hombre tiene: aceptarse tal como es. De experiencia diaria es que resulta difícil pasar por encima sin irritación o comprender las deficiencias de los otros: sus tonterías, sus malas palabras, sus malas acciones. Pero todavía es más difícil aceptar que esas deficiencias están dentro de nosotros mismos y tal vez en mayor grado que en los demás. Conocerse y soportarse en un arduo quehacer ascético: «Tristeza, apabullamiento. No me extraña: es la nube de polvo que levantó tu caída. Pero, ¡basta!: ¿acaso el viento de la gracia no llevó lejos esa nube? Después, tu tristeza —si no la rechazas—bien podría ser la envoltura de tu soberbia. —¿Es que te creías perfecto e impecable?» (n. 260).

La consecuencia, natural, del descubrimiento de una deficiencia propia es el lamento. Pero la consecuencia «cristiana», tal como se mira en Camino, resalta la esterilidad de una lamentación por el pasado que ya no se puede cambiar: «Una mirada al pasado. Y... ¿lamentarte? —No: que es estéril. —Aprender: que es fecundo» (n. 239). La mirada adelante. La vida es caminar y lucha no sólo defensiva, sino de ataque para destruir los obstáculos que se interponen entre el cristiano y Dios. A esta idea responde la distinción y la doble recomendación del examen: «El examen general parece defensa. —El particular, ataque. —El primero es la armadura. El segundo, espada toledana» (n. 238).

La lucha ascética, especialmente en el sentido incitador y dinámico que tiene en Camino, requiere una visión clara de las limitaciones humanas para mantener el orden de lo real y el valor constructivo de la actividad humana. Esto vale tanto como decir que el ejercicio de la iniciativa, de la libertad, al que constantemente se estimula, ha de ser visto y realizado en el marco de una norma objetiva anterior y superior a los actos del hombre singular. La libertad humana no es una posibilidad absoluta sino una capacidad participada. La consecuencia de esta idea es que la lucha ascética debe estar subordinada a algún principio de orden superior al propio sujeto que la realiza. Por otra parte, si la oración es una actitud congruente con la condición de criatura, y es conversación y petición, parece que debe completarse con una respuesta de Dios, que es el destinatario de nuestras oraciones y, a su vez, la fuente de nuestra vida y de nuestros actos. Tanto el marco objetivo, previo para el uso de nuestra libertad, cuanto la respuesta a la oración, nos vienen a través de la expresión de la voluntad de Dios, que en el orden personal se singulariza en la dirección espiritual: «Director. —Lo necesitas. —Para entregarte, para darte..., obedeciendo. —Y Director que conozca tu apostolado, que sepa lo que Dios quiere: así secundará, con eficacia, la labor del Espíritu Santo en tu alma, sin sacarte de tu sitio..., llenándote de paz y enseñándote el modo de que tu trabajo sea fecundo» (n. 62).

La capacidad de decisión está en nosotros; pero tenemos conciencia de nuestra propia limitación y, supuesto que se trata de una lucha espiritual, tenemos que contar con fuerzas sobrenaturales; nuestra capacidad de decisión propia debe mantenerse, pero necesitamos una orientación superior que viene por el camino de la dirección espiritual. Contando con el conocimiento propio y de lo que nos rodea y con la ayuda de la dirección espiritual, se tienen garantías suficientes para formular el plan de vida.

Conocidos los objetivos que se persiguen en la lucha ascética, los obstáculos con los que se ha de luchar, las armas de que se dispone, la situación y el campo de operaciones, las fuerzas con que uno cuenta y la garantía de una orientación superior, llega el momento de poner en orden todos estos factores de tal suerte que concurran adecuadamente al fin que se persigue: la paz en el cumplimiento de la voluntad de Dios que es lo que trae la verdadera paz. En otras palabras, tras haber examinado los distintos factores que se integran en la lucha ascética, llega la hora de establecer el plan de acción en nuestra vida.

La formulación del plan de vida lleva consigo la ordenación de nuestros actos para darles sentido y hacerlos más eficaces. Nuestras acciones adquieren sentido cuando se descubren las relaciones que tienen todas y cada una entre sí y la relación que, a su vez, todas tienen con el fin de la existencia humana. La posibilidad de que concurran todas a este fin da unidad a la vida y las relaciones permiten conocer y utilizar el orden en que pueden actuar más eficazmente.

El orden es una situación real de las cosas y es, también una virtud que el hombre tiene para situarlas en el nivel de importancia, tiempo y espacio adecuados. Es así el orden una virtud que lleva consigo capacidad de comprensión de la realidad —cosas, situaciones, personas— a fin de poder utilizar las cosas y servir a las personas del modo más conveniente. El orden se halla en el fundamento de la vida y de toda virtud: «¿Virtud sin orden? —¡Rara virtud!» (n. 79). El plan no es ni más ni menos que la incorporación y utilización del orden en nuestra vida: «Si no tienes un plan de vida, nunca tendrás orden» (n. 76). El plan de vida es garantía de toda virtud.

La actitud del que lucha

Tras el plan, la tarea. En las páginas anteriores se ha venido repasando, rápidamente, los elementos que intervienen en la lucha ascética y la necesidad de su ordenación. El valor de todos estos factores se halla condicionado por la actitud de quienes los utilizan. En otras palabras, la orientación, el vigor y la eficiencia de la lucha, es decir, su valor real, dependen principalmente, teniendo en cuenta la gracia de Dios, de la actitud del cristiano.

La actitud fundamental es la docilidad, es decir, la disposición para «aprender» del Maestro. Escuchar, recibir con atención, aceptar con alegría, identificar nuestro pensamiento con el de Dios, decisión de transformar en obras sus inspiraciones: «Frecuenta el trato del Espíritu Santo —el Gran Desconocido— que es quien te ha de santificar. No olvides que eres templo de Dios. —El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones» (n. 57). «¡Solo! —No estás solo. Te hacemos mucha compañía desde lejos. —Además..., asentado en tu alma en gracia, el Espíritu Santo —Dios contigo— va dando tono sobrenatural a todos sus pensamientos, deseos y obras» (n. 273).

Sobre la docilidad, la alegría en la esperanza puede resumir la actitud del cristiano en la lucha ascética: «Quiero que estés siempre contento, porque la alegría es parte integrante de tu camino (...)» (n. 665). «Confía siempre en tu Dios. —El no pierde batallas» (n. 733).

Una aportación significativa de Monseñor Escrivá de Balaguer a la espiritualidad cristiana es la presentación de la fe y la moral cristianas como algo cordial, humano, entrañable: «La verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre» (n. 657). Revitaliza la tradición de la alegría en la ascética y distingue con claridad entre la alegría de fundamento sensible y la de carácter sobrenatural: «La alegría que debes tener no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios» (n. 659). La distinción entre la satisfacción natural y la alegría verdaderamente cristiana no significa separación real o rotura entre ellas. La alegría cristiana no invalida la alegría natural, humana, sino que la tiene como uno de sus puntos de apoyo. La alegría sobrenatural supone un hombre capaz de alegrías naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de éstas como Cristo ha anunciado el Reino de los Cielos. La alegría natural del hombre es punto de apoyo para la alegría cristiana y ésta a su vez inicio y camino de felicidad, alegría permanente.

Una de las mayores deformaciones que se pretenden introducir en el pensamiento cristiano es la de presentar el propósito de seguir al Señor como algo oscuro e inhumano. En páginas anteriores está dicho que el Fundador del Opus Dei hablaba, en cambio, de un ascetismo sonriente. No hay motivo para la tristeza ni para las visiones pesimistas: «(...) No hay contradicción que no puedas superar. —¿Por qué estás triste?» (n. 660). Con profundo realismo se tiene en cuenta el componente biológico del hombre: «Decaimiento físico. —Estás... derrumbado. —Descansa. Para esa actividad exterior. —Consulta al médico. Obedece, y despreocúpate (...)» (n. 706). Tampoco tiene cabida el concepto negativo de los otros. Ni mucho menos el odio. Frente al odio, la amistad. La visión positiva de todos los hombres. Porque todos, aunque muchos no lo sepan, son hijos de Dios. Este anhelo inextinguible de paz que todos tenemos encuentra un buen fundamento en un punto de Camino: «No tengas enemigos. —Ten solamente amigos: amigos... de la derecha —si te hicieron o quisieron hacerte bien— y... de la izquierda —si te han perjudicado o intentaron perjudicarte—» (n. 838).

Sería un error interpretar el optimismo radical y la esperanza del cristiano como una mentalidad infantil, ingenua y bobalicona, incapaz de ver el mal y el dolor que existen en el mundo. La visión completa de la realidad conlleva la capacidad de ver todos los aspectos y manifestaciones de la existencia humana y de la realidad que la circunda. El mal y la reacción lógica del hombre frente a él, el dolor, son realidades con las que el cristiano cuenta. Pero son realidades que, dentro de su dificultad y aun su misterio, pueden ser dominadas. Y, como cualquier dominio propiamente humano, empieza por encontrar el sentido que tienen.

El dolor es una experiencia concreta de nuestras limitaciones y es por lo mismo una llamada hacia otras realidades, las espirituales, situadas más allá de la limitación personal de cada uno. En otras palabras, el dolor hace que volvamos nuestros ojos a Dios: «(...) Aquí abajo, el dolor es la sal de nuestra vida» (n. 203).

Con los ojos de la fe, uniéndolos a los de Cristo, mirándolo como el mismo sufrimiento del Señor en la Cruz, cualquier sufrimiento es redentor. Empieza por redimir al propio sufriente que se une a Dios y, en la comunicación del cuerpo místico, es un auxilio para que cada uno pueda, no solamente soportar sus propios dolores, sino encontrar la felicidad en la Cruz (cfr. n. 758).

La esperanza es virtud típica del horno viator. En ella se expresa la tensión del hombre que quiere algo y confía en alcanzarlo. La respuesta activa a la esperanza cristiana es justamente la lucha ascética para cooperar con la gracia de Dios. Es propio de la esperanza avivar las operaciones, intensificando la actividad, tanto porque lo difícil excita la atención y lo posible aviva el esfuerzo, cuanto porque la esperanza produce alegría en el bien futuro que se piensa alcanzar. Es también la esperanza un factor eficaz en la unión del hombre con Dios; no simplemente porque promueva el acercamiento sino por el motivo más profundo de que, moviendo la voluntad, en cierto modo la transforma en el fin que persigue. Empieza a «divinizarse» la voluntad cuando el alma se encamina hacia Dios. «Te has portado bien..., aunque hayas caído así de hondo. —Te has portado bien..., porque te humillaste, porque has rectificado, porque te has llenado de esperanza, y la esperanza te trajo de nuevo al Amor. —No pongas esa cara boba de pasmo: ¡te has portado bien! —Te alzaste del suelo: "surge", resonó de nuevo la voz poderosa, "¡et ambula!": ahora, ¡a trabajar!» (n. 264). Es también la esperanza, según se dice en el texto transcrito, un camino de amor. Por lo mismo que esperamos alcanzar algunos bienes por medio de alguien, nos dirigimos hacia Él como hacia un bien nuestro, y de esta manera comenzamos a amarle; y, a su vez, la convicción de que alguien nos ama refuerza nuestra esperanza en Él.

Finalmente, vale la pena tener presente lo que se puede llamar realismo en la ascética de Camino. Es ella una ascética briosa y optimista, ya se ha dicho en las páginas anteriores; pero eso no quiere decir que se olvide de una realidad cotidiana: la existencia de los fracasos en la vida, de las derrotas en la lucha.

En primer lugar, hay que ver con mirada sobrenatural el fracaso, que no está en el resultado de una actividad, sino en la actitud del hombre. Si se han puesto todos los medios, no hay tal fracaso: «¡Has fracasado! —Nosotros no fracasamos nunca. —Pusiste del todo tu confianza en Dios. —No perdonaste, luego, ningún medio humano. Convéncete de esta verdad: el éxito tuyo —ahora y en esto— era fracasar. —Da gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo!» (n. 404). En segundo lugar, cuando de un fracaso auténtico se trate, porque nosotros no hemos sabido corresponder a la gracia de Dios, también se puede utilizar como un elemento positivo: «¿Que has fracasado? —Tú —estás bien convencido— no puedes fracasar. No has fracasado: has adquirido experiencia. —¡Adelante!» (n. 405). En definitiva, la derrota es experiencia y preparación para la victoria que está esperando al cristiano: «No te desalientes. —Te he visto luchar...: tu derrota de hoy es entrenamiento para la victoria definitiva» (n. 263).

Luchas, victorias, derrotas, desvíos, rectificaciones, son los pequeños acontecimientos de que está lleno el fluir de nuestra vida. Sobre ellos, la visión serena de la perseverancia cristiana, fortaleciendo constantemente la fragilidad de los hombres: «Precisamente tu vida interior debe ser eso: comenzar... y recomenzar» (n. 292).