Menú
Han escrito sobre Camino
Acogida universal de Camino

 

Acogida universal

José Miguel Pero-Sanz
Sacerdote y periodista

 

No se habían cumplido aún diez años desde la fecha en que entregaba el alma a Dios su Siervo Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando se editaba el ejemplar 3.000.000 de su más conocida obra de espiritualidad —Camino—, traducida en cerca de 40 idiomas: del tagalo al danés; del hebreo al indonesio; del lituano al quechua, etc., por no mencionar las lenguas más comunes o conocidas (inglés, chino, francés, alemán, portugués, ruso, italiano, árabe, polaco...) u otras más circunscritas (catalán, vascuence, gallego, armenio, maltés, croata, etc.).

La circunstancia invita a reflexionar sobre las razones de tan portentosa acogida.

Concurren varias explicaciones para este hecho. La primera venía señalada por Mons. Javier Lauzurica en la Introducción que redactó para Camino en 1939: «En estas páginas aletea el espíritu de Dios». Es evidente que el espíritu de Dios no admite la cortapisa de fronteras geográficas, barreras sociales, ni diques lingüísticos, como pudieron comprobar los «partos, medos, elamitas, los que habitan Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes» (Act 2, 9-11), que coincidieron en Jerusalén el primer día de la Pentecostés cristiana.

Con enunciar esa primera explicación cabría poner punto final a la reflexión. Todo lo substancial queda dicho. Ahora bien, el espíritu de Dios se plasma y expresa mediante instrumentos humanos.

Y en este sentido, cabe reflexionar tanto sobre la índole formal y estilística del libro, como sobre los perfiles personales del autor y sobre el fondo de su enseñanza.

Universalidad

Hay en la propia persona del autor un rasgo que, desde la fundación del Opus Dei en 1928, caracterizó el estilo y la disposición pastoral de Mons. Escrivá de Balaguer. Un rasgo que contribuye a explicar la aceptación del libro por los cinco continentes. Se trata de su sentido «católico», es decir, ecuménico, universal.

Tal vez fuera interesante advertir que cuando el libro se publicó por primera vez (1934), con el título Consideraciones Espirituales, el Fundador del Opus Dei —la fundación data de seis años antes— no había pisado aún tierra no española. Y la segunda edición aumentada, ya con el título y extensión definitivos, aparecería en 1939 cuando el autor había pasado solamente diez días fuera de España (ocho en Andorra y menos de dos en Francia). Pero podía escribir, como quien lo tiene bien experimentado: «Cuanto más cerca está de Dios el apóstol, se siente más universal: se agranda el corazón para que quepan todos y todo en los deseos de poner el universo a los pies de Jesús» (n. 764).

Desde el 2 de octubre de 1928 era universal la dimensión de su apostolado. Su mirada se dirigía al mundo entero: «Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. —Después... "pax Christi in regno Christi" —la paz de Cristo en el reino de Cristo» (n. 301). Y aunque las circunstancias —guerra española primero, y mundial después— supusieron un compás de espera para la extensión del Opus Dei, el Fundador había sabido contagiar ese espíritu a sus primeros seguidores. En el número 911 de Camino recoge las líneas, llenas de ardor «católico», de uno de ellos: «Me escribes: "el deseo tan grande que todos tenemos de que marche y se dilate parece que se va a convertir en impaciencia. ¿Cuándo salta, cuándo rompe..., cuándo veremos nuestro al mundo?" (...)». Era la respuesta a la exhortación: «No tengas espíritu pueblerino. —Agranda tu corazón, hasta que sea universal, "católico" (...)» (n. 7).

Quien redacta estos comentarios conoció personalmente al Siervo de Dios en octubre de 1957: residió aquel curso académico de 1957-58, así como el siguiente (1958-59), en un centro romano de formación que, bajo la paternal solicitud de Mons. Escrivá de Balaguer, congregaba a casi doscientos universitarios procedentes de los más diversos países.

Si a cualquiera que trató al autor de Camino se le preguntara cuáles fueron las impresiones que más grabadas le quedaron de su persona, sin duda mencionaría —junto a la cordialidad, el buen humor, el amor a la libertad o la gratitud— la universalidad. En el plano sobrenatural, la versión equivalente sería el amor al Santo Padre, la romanidad, que también había plasmado en Camino: «Católico, Apostólico, ¡Romano! —Me gusta que seas muy romano. Y que tengas deseos de hacer tu "romería", "videre Petrum", para ver a Pedro» (n. 520).

Recuerdo mi sorpresa cuando le oí decir que el nacionalismo era un pecado. ¿Qué significaba nacionalismo? Pronto lo explicaba: una falta de justicia contra las naciones distintas de la propia; algo contrario al amor a Jesucristo, que era universal como su Redención. Por tanto, el nacionalismo es cosa desagradable a los ojos de Dios y, además, una necedad, una miopía, que acaba siempre por hacer daño a la Iglesia. Nos indicaba que cada uno debíamos querer mucho a nuestra tierra, y comprender las ambiciones nobles de los demás países: «Ser "católico" es amar a la Patria, sin ceder a nadie mejora en ese amor. Y, a la vez, tener por míos los afanes nobles de todos los países (...)» (n. 525).

El amor a la propia nación, de acuerdo con la teología clásica, lo concebía como una virtud cristiana —parte de la piedad— que bendecía con las dos manos. Personalmente, aunque durante los últimos treinta años tendría su residencia en Roma, no toleraba que nadie considerase amar a España más que él: «Hace muchos años —decía en Pamplona, en 1960— que resido en el extranjero; bien sabe Dios que no es por mi gusto, aunque lo hago muy a gusto. Y, sin embargo, cada día soy más español y, al mismo tiempo, más universal, más católico. Amo con toda el alma a esta patria mía, con sus virtudes y sus defectos, con su rica variedad de regiones, de hombres y de lenguas. Me encanta atravesar esa Castilla —paisaje de surco y cielo— que hace a los hombres y los gasta; me siento catalán en Cataluña y soy aragonés de nacimiento; admiro sin disimulo las fértiles vegas de Levante, los pueblos encalados de Andalucía, la recia contextura de la Montaña (...)». Ahora bien, por salvar un alma —solía señalar, tal vez recordando las plegarias seculares «por la confusión del turco»— estaba dispuesto a hacerse turco.

Queda dicho que, aunque Dios lo hizo nacer en Madrid, el Opus Dei fue desde el primer momento una realidad "romana", es decir, católica, ecuménica. En este sentido, su Fundador prevenía en Camino frente a la tentación de empequeñecer los apostolados de carácter universal: «No me hagáis "capillitas" dentro de vuestro trabajo. —Sería empequeñecer los apostolados: porque si la "capillita" llega, ¡por fin!, al gobierno de una empresa universal... ¡qué pronto la empresa universal acaba en capillita!» (n. 963).

Refiriéndose a cuando Dios le hubiera llamado ya a su presencia, recuerdo haberle oído decir, durante mi temporada romana, que si algún día —cosa que, sin duda, no sucedería— alguno de sus hijos quisiera hacer un Opus Dei español, mexicano, irlandés o de cualquier otro país, se levantaría de la tumba para darle una cariñosa "zurra" y volverle al espíritu fundacional de universalidad.

De hecho, en el momento de elegir sucesor suyo al frente de la Obra en 1975, los miembros del Opus Dei pertenecían a 80 países; los 172 participantes en el Congreso Electivo —que, por cierto, señalaron unánimemente a Mons. del Portillo— eran originarios de 43 nacionalidades; y el Consejo General del Opus Dei, renovado en las mismas fechas, quedó integrado por 40 miembros de 35 naciones diversas.

Hasta en la designación de Santos Intercesores para la Obra había cuidado Mons. Escrivá de Balaguer esa universalidad: S. Nicolás (de Asia Menor), Santo Tomás Moro (inglés), el Santo Cura de Ars (francés) y dos italianos (Santa Catalina de Siena y S. Pío X). No le hubiera sido, en absoluto, difícil elegir santos españoles de análogo historial: S. Isidoro, S. Hermenegildo, S. Juan de Ávila, Santa Teresa de Jesús, S. Dámaso, etc.

Este sentido universal no significaba el insípido cosmopolitismo del apátrida, desarraigado, que sencillamente no es de ninguna parte.

La catolicidad quería decir algo muy positivo: aprecio por las cosas buenas de todas partes. Esto se ponía de relieve, por ejemplo, al sugerir estilos arquitectónicos para alguna de las obras corporativas que promueven, junto con otros ciudadanos, miembros del Opus Dei. Quería que se inspirasen en los edificios locales, utilizando —no sólo, aunque también, por motivos de pobreza— elementos decorativos procedentes de derribos; y que las construcciones se integrasen en el paisaje de cada lugar. Le gustaba lo bonito de todos los tipos y de todos los sitios. Y a quienes vivíamos cerca de él nos hacía notar que, como estábamos en Italia y en Roma, las cosas eran romanas o, por lo menos, italianas. En el santuario de Torreciudad, por estar enclavado en Huesca, la arquitectura tiene los aires de su Aragón natal.

Esto se traducía igualmente en los tipos de apostolado que impulsaba en todo el mundo; apostolados que realizaban ese fenómeno, tan entrañablemente católico, que se ha dado en llamar de "inculturación": se trataba de iniciativas enraizadas en cada lugar. En los Andes peruanos serían emisoras radiofónicas necesarias para la promoción cristiana y humana de poblaciones aisladas; en Kenia, recién incorporada a la independencia, surgirían escuelas de secretariado precisas para atender a la naciente tarea administrativa; en el campesino estado de Morelos, en México, granjas-escuela... Recuerdo la ilusión con que, durante mis años romanos, seguía Mons. Escrivá de Balaguer el nacimiento de un centro de idiomas en el Japón, cuyos ciudadanos, tras la guerra, ansiaban el aprendizaje de lenguas occidentales; o el proyecto de establecer en Oxford un college universitario.

Era un modo de traducir en obras lo que escribiera en Camino: «(...) ¡Cuántas glorias de Francia son glorias mías! Y, lo mismo, muchos motivos de orgullo de alemanes, de italianos, de ingleses..., de americanos y asiáticos y africanos son también mi orgullo. —¡Católico!: corazón grande, espíritu abierto» (n. 525).

Respondía, pues, a una profunda verdad la impresión de todos sus oyentes de que su propio país era el predilecto del Siervo de Dios: a los ingleses les enorgullecía escucharle el sentimiento de libertad, raro de encontrar, que experimentaba cada vez que visitaba Gran Bretaña; en México expresó su deseo de dejar este mundo, como sucedió, contemplando una imagen de la guadalupana; y de todo corazón se le escapó en Portugal un sincero «¡Viva Aljubarrota!».

Todo esto tenía mucho que ver con el espíritu católico de la Obra que Dios le inspiró. Pero surgía, también, de su personalidad. El cariño singular a Francia, por ejemplo, se remontaba a la reacción instintiva, que, ya de niño, le provocaban los libros escolares de historia, entonces al uso en España, pensados para fomentar en las mentes de las criaturas una visceral antipatía por el país de Francisco I, de Richelieu y de Napoleón.

Por eso, entre otras razones, porque su autor era un hombre universal, Camino es una obra universal.

Pero con ser éste un factor importante, no es el único ni quizás el principal. También el libro mismo tiene, de por sí, un alcance ilimitado.

Lo que necesita cada lector

Por lo que atañe a los párrafos que integran Camino, ninguna «etapa» del alma queda excluida de su mensaje.

—La plenitud natural conduce con la gracia divina a Cristo, el Hombre perfecto. Por eso el libro, en su continua exhortación a las virtudes humanas, proporciona una praeparatio evangelica para el hombre sin fe. Se siente espoleado en el amor a la verdad: «Nunca quieres "agotar la verdad". —Unas veces por corrección. Otras —las más—, por no darte un mal rato. Algunas, por no darlo. Y, siempre, por cobardía. Así, con ese miedo a ahondar, jamás serás hombre de criterio» (n. 33). Se le induce a trabajar concienzudamente: «Estudia. —Estudia con empeño. —Si has de ser sal y luz, necesitas ciencia, idoneidad. ¿O crees que por vago y comodón vas a recibir ciencia infusa?» (n. 340). Aprende a encarar sus responsabilidades: «Esa falsa humildad es comodidad: así, tan humildico, vas haciendo dejación de derechos... que son deberes» (n. 603). Sus relaciones con el prójimo se moldean según la rectitud humana y, por tanto, cristiana: «Es más fácil decir que hacer. —Tú..., que tienes esa lengua tajante —de hacha—, ¿has probado alguna vez, por casualidad siquiera, a hacer "bien" lo que, según tu "autorizada" opinión, hacen los otros menos bien?» (n. 448).

—Quien lucha por librarse de los lazos del pecado encuentra en Camino aliento: «No pienses más en tu caída. —Ese pensamiento, además de losa que te cubre y abruma, será fácilmente ocasión de próximas tentaciones. —Cristo te perdonó: olvídate del hombre viejo» (n. 262). También se le proporcionan luces claras para no errar: «Aunque la carne se vista de seda... —Te diré, cuando te vea vacilar ante la tentación, que oculta su impureza con pretextos de arte, de ciencia..., ¡de caridad! Te diré, con palabras de un viejo refrán español: aunque la carne se vista de seda, carne se queda» (n. 134).

—Para el que se inicia por las sendas de la vida interior no faltan orientaciones seguras: «¿Que no sabes orar? —Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: "Señor, ¡que no sé hacer oración!...", está seguro de que has empezado a hacerla» (n. 90); «Haz pocos propósitos. —Haz propósitos concretos. —Y cúmplelos con la ayuda de Dios» (n. 249); «No tienes espíritu de pobreza si, puesto a escoger de modo que la elección pase inadvertida, no escoges para ti lo peor» (n. 635).

—El alma ya atezada en los empeños ascéticos halla en el libro referencias preciosas para no descaminar sus esfuerzos: «Si pierdes el sentido sobrenatural de tu vida, tu caridad será filantropía; tu pureza, decencia; tu mortificación, simpleza; tu disciplina, látigo, y todas tus obras, estériles» (n. 280); «Da "toda" la gloria a Dios. —"Exprime" con tu voluntad, ayudado por la gracia, cada una de tus acciones, para que en ellas no quede nada que huela a humana soberbia, a complacencia de tu "yo"» (n. 784).

—También quien sabe de amor unitivo puede formular con palabras de Camino las aspiraciones y experiencias de su oración contemplativa: «Contigo, Jesús, ¡qué placentero es el dolor y qué luminosa la oscuridad!» (n. 229); «Más quiero tu Voluntad, Dios mío, que no cumpliéndola —si pudiera ser tal disparate—, la misma gloria» (n. 765); « (...) —Te "metiste" en la Llaga santísima de la mano derecha de tu Señor, y me preguntaste: "Si una Herida de Cristo limpia, sana, aquieta, fortalece y enciende y enamora, ¿qué no harán las cinco, abiertas en el madero?» (n. 555).

Las consideraciones que, «en confidencia de amigo» (Prólogo), dice Mons. Escrivá de Balaguer al oído de su lector abarcan en su amplio registro al feliz y al atribulado; al famoso y al que se siente solo; al ciudadano corriente y al constituido en autoridad; al que busca su vocación y a quien perdió el entusiasmo de la primera hora; al recién convertido, al cansado, al escrupuloso...

Sería de todas formas inexacto pensar que esta capacidad para llegar a un público tan diversificado responda simplemente a la variedad misma de los 999 párrafos que integran el libro. Es cierto que algunos —los menos de ellos— tienen un destinatario preciso: el estudiante, el enfermo, quien se prepara para contraer matrimonio, el que acaba de superar una tentación o la víctima de una injusta maledicencia. Pero lo verdaderamente notable es la luminosidad que cualquier frase de Camino proporciona para personas distintas o para un mismo lector en diferentes momentos anímicos.

En alguna ocasión el autor comparó las reflexiones del libro con pequeños instrumentos musicales de viento —«gaiticas» solía llamarlas— que, para sonar, necesitan ser soplados; y que emiten sonidos diversos según sea el soplo que imprima cada lector. A cada uno Camino le dirá lo que necesita, precisamente en su actual circunstancia.

Se puede ilustrar la idea tomando por ejemplo el número 662: «¿No hay alegría? —Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. —Casi siempre acertarás». El libro no enseña cuál sea el motivo concreto de cada tristeza. Pero facilita la pista para descubrirlo. En algún caso, el "obstáculo" será un proyecto personal a cuya renuncia no se está dispuesto ni aun por Dios; otras veces será un afecto desordenado; puede tratarse de un bien material o de un "status" social que se pretende conservar a cualquier precio: será una circunstancia de la vida que impide mirar a Dios de frente; será... lo que sea. Es el lector quien, sinceramente, debe soplar la "gaitica" en la seguridad de que sonará del modo adecuado para él y en este momento. Lo mismo puede advertirse —por citar otro entre muchos ejemplos posibles— en el número 5: «Acostúmbrate a decir que no». Decir que no, ¿a qué? Cada uno se ve invitado a poner el complemento justo: decir que no a la propia concupiscencia; decir que no a esa petición que perjudicará al peticionario; decir que no a determinada presión ambiental; decir que no al negocio rentable pero incorrecto...

Como se advierte, las frases que desencadenan el proceso interior de examen y de formulación de propósitos son sencillas de redacción; perfectamente comprensibles para cualquiera, desde el intelectual de alto rango hasta el labrador iletrado. Y para cada uno contienen exactamente lo atinado. Por eso las páginas del libro están abiertas a todas las personas y situaciones: «¡Anda!, con generosidad y como un niño, dile: ¿qué me irás a dar cuando me exiges "eso"?» (n. 153). Cada lector sabe qué es para él "eso". «Cuando percibas los aplausos del triunfo, que suenen también en tus oídos las risas que provocaste con tus fracasos» (n. 589): uno mismo es quien debe evocar sus personales ridículos. «¿Quieres de verdad ser santo? —Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces» (n. 815): todo un programa válido para la madre de familia, el profesor universitario, el obispo, la empleada de hogar, el religioso, la secretaria, o el campesino. Por eso lo leen con provecho todos ellos.

De esta forma, la estructura misma de Camino y la redacción de sus puntos confieren al libro esa universalidad, por decirlo de algún modo "intensiva", que alcanza a cualquier tipo de persona y a cualesquiera momentos de su vida.

Pluralidad de vocaciones

Existe, en conexión con ello, otro aspecto de la catolicidad que caracterizó el alma y la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer. Un aspecto que supo transmitir desde el primer momento a sus hijos y que late en las páginas de ese libro, como de todos los suyos: el amor a la pluralidad de vocaciones y carismas dentro de la Iglesia.

Ante la posible perplejidad «¡Hay muchos caminos!», respondía gozosamente: «—Debe haberlos: para que todas las almas puedan encontrar el suyo, en esa variedad admirable» (n. 964).

En dicha variedad descubría el sentido ecuménico de la Redención y la consiguiente riqueza del Cuerpo de Cristo. Por eso vacunaba a sus lectores frente a cualquier manifestación de celotipia o exclusivismo: «Es mal espíritu el tuyo si te duele que otros trabajen por Cristo sin contar con tu labor (...)» (n. 966). En abono de esa afirmación apelaba a la enseñanza de Cristo cuando salió al paso de la estrechez de miras apostólicas: Hemos visto a uno que andaba lanzando demonios en tu nombre, que no es de nuestra compañía, y se lo prohibimos, recordando que el que no está contra nosotros, con nosotros está (Mc 9, 38-40, citado en ibid.).

Siendo, como era, su vocación la de sacerdote secular diocesano y habiendo recibido de Dios el carisma de suscitar la santidad principalmente entre fieles seglares y los demás sacerdotes diocesanos, reseñaba entre sus mayores satisfacciones las almas que, como fruto de su labor pastoral, había encaminado hacia claustros y monasterios.

El autor de estas cuartillas recuerda un encuentro de Mons. Escrivá de Balaguer, en Pamplona en 1964, con numerosos representantes de órdenes y congregaciones religiosas. Preguntó por los escolapios, cuyas aulas frecuentó de niño; agradeció cordialísimamente, en la persona de un barbado capuchino, la hospitalidad que sus hermanos en religión le dispensaran en alguna de sus correrías pastorales. Y para todos tuvo palabras de sólida fraternidad.

En este orden de cosas, y pensando no sólo en probadas instituciones sino en iniciativas apostólicas recientes, acostumbraba repetir que jamás apagaría una «lucecica» que se encendiera en nombre de Cristo. No era ése su estilo ni su misión dentro de la Iglesia (por otra parte, si el candil carecía de aceite, si no era cosa de Dios, se extinguiría él solo).

Tal actitud no se limitaba, en absoluto, a una mera tolerancia, sino que se traducía en una positiva complacencia y sentido de la comunión de los santos: «Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados. (...)» (n. 965). Sus palabras tienen la reminiscencia del gozo paulino cuando al Apóstol de las Gentes llegaban noticias de otros predicadores: De cualquier manera, sea por pretexto, sea sinceramente que Cristo sea anunciado, yo me alegro de ello y me alegraré (Phil 1, 18). Añadía en Camino: « (...) —Y pide, para ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia (...)» (ibid).

Su espíritu se esponjaba cada vez que en la predicación le correspondía comentar el pasaje evangélico de la pesca milagrosa cuando, en la portentosa captura, deben colaborar los ocupantes de distintas barcas. Bien inculcada dejó en sus hijos y en sus oyentes la necesidad de que en la Iglesia todos tirasen del mismo carro, en la dirección marcada por la Jerarquía. Teniendo a la vez claro que cada uno habría de aplicar su esfuerzo en un varal concreto: « (...) ---¿Qué pasaría si cada hueso, cada músculo del cuerpo humano quisiera ocupar puesto distinto del que le pertenece? No es otra la razón del malestar del mundo. —Persevera en tu lugar, hijo mío: desde ahí ¡cuánto podrás trabajar por el reinado efectivo de Nuestro Señor!» (n. 832).

El amor al pluralismo exige, antes que nada, respetarlo sin enmascaramientos. Tampoco en eso propugnaba Mons. Escrivá de Balaguer un "cosmopolitismo" eclesial, que busca la unidad por la nivelación de diferencias. La pluralidad era buena para él precisamente como pluralidad: si dentro del común denominador de la fe, de la liturgia y del régimen eclesiástico, los numeradores conservan toda su rica variedad: « (...) Unidad y variedad. —Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas. —Y, también, tan conformes unos con otros como los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo» (n. 947).

No se trata de disimular la pluriformidad del Cuerpo de Cristo, sino de que cada uno sea lo que, por vocación divina, es: el sacerdote, sacerdote; el seglar, seglar; el religioso, religioso. A quien pensase que la multitud de caminos era motivo de confusión, le diría: « (...) ¿Confusionismo? —Escoge de una vez para siempre: y la confusión se convertirá en seguridad» (n. 964). Era exactamente el mismo consejo que acompañaba al de alegrarse por la existencia de tantos apostolados valiosos y de rezar sinceramente por ellos: « (...) Después, tú, a tu camino: persuádete de que no tienes otro» (n. 965).

Todos los caminos honrados de la vida humana pueden, efectivamente, ser lugar de encuentro con Cristo; en todos ellos cabe descubrir un sentido vocacional. Este fue el contenido esencial de la predicación de Mons. Escrivá de Balaguer desde el 2 de octubre de 1928, y la clave de esa universalidad en los destinatarios de Camino. Ahí reside el secreto de la difusión del libro. Lo que en él aletea es, cabalmente, la llamada universal a la santidad: «Tienes obligación de santificarte. —Tú también. —¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto"» (n. 291).

El mensaje del Fundador del Opus Dei es ése: que la santidad, la plenitud de la vida cristiana, no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, por los que marchan los hombres y mujeres de todas las razas y condiciones sociales.

Por eso Camino es leído con avidez en esloveno y swahili, en gaélico y en coreano, en sueco y en guaraní.