El amor a María en «Camino»
«La verdadera devoción no consiste en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes» (LG, n. 67). La Constitución Dogmática Lumen Gentium, rubricada por Pablo VI, recordaba con estas palabras la verdadera devoción mariana. El capítulo VIII de esta Constitución, dedicado a «la Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia», ofrece un resumen doctrinal de las verdades de fe sobre la Virgen y de los fundamentos del culto a la Madre de Dios.
Muchos años antes Camino, de Mons. Escrivá de Balaguer, trataba, en el capítulo dedicado a la Virgen y en otros puntos dedicados a la Madre de Dios, de algunos aspectos de la devoción a María que décadas más tarde reafirmaría la doctrina conciliar. Puede decirse que lo que el Concilio enseña en el plano doctrinal, Camino lo presentaba como una invitación práctica al amor a la Madre de Dios: un amor que se manifiesta como súplica, como culto, como imitación de Santa María.
Mons. Escrivá de Balaguer alentaba en Camino a ese encuentro personal con Jesús y con su Madre; y fruto de ese encuentro es un cambio de vida, un compromiso mayor en la fe, un seguimiento más fiel del Evangelio. No se limita por tanto a enumerar las verdades de fe sobre Santa María: no es ése su objetivo. Cada punto, cada consideración, desea provocar, apoyándose en cada una de esas verdades, un deseo eficaz en el alma de rendir homenaje a la Madre de Dios, un afán de petición, de alegría, de seguir sus pasos —humildes, discretos, decididos— tras su Hijo Jesús. En una palabra: llevan a amar —amando todas sus prerrogativas y virtudes— a la que es Señora nuestra y Madre, Hija y Esposa de Dios.
Elementos de la verdadera devoción a María
El Concilio enumera tres rasgos fundamentales de la verdadera devoción a María, que encontramos también en Camino, como fruto de la recta doctrina y de la experiencia personal en el amor a María del autor. Son:
a) el reconocimiento de su excelencia como Madre de Dios;
b) el amor filial hacia la que es Madre nuestra;
c) la imitación de sus virtudes.
No son elementos que puedan darse por separado: se encuentran mutuamente implicados y se exigen unos a otros. De ellos se derivan y en ellos están implícitos algunos aspectos que la propia Constitución desarrolla y aclara: la búsqueda de su intercesión, la súplica a la que es Madre, precisamente porque lo es; el deseo de honrarla con alegría y agradecimiento por estar por encima de toda criatura; el cuidado de las manifestaciones de culto —expresión de confianza y amor— recomendadas por la Santa Madre Iglesia a lo largo de los siglos, la confianza en su condición de Medianera de todas las gracias y de intercesora universal de las necesidades de sus hijos.
Camino, en sus puntos dedicados a la Virgen, esboza también esos elementos. Además, por su tono vibrante y su estilo incisivo y directo, la intimidad con Santa María se comunica a todos los lectores.
Excelencia de María, como Madre de Dios
«... Está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso Hija predilecta de Dios Padre y sagrario del Espíritu Santo; con el don de una gracia tan extraordinaria aventaja con creces a todas las criaturas, celestiales y terrenas.»
Así expone la Const. Lumen Gentium, en su número 53, el fundamento de la excelsa dignidad de María. Y así la expresa Camino en el punto 496: «¡Cómo gusta a los hombres que les recuerden su parentesco con personajes de la literatura, de la política, de la milicia, de la Iglesia!... —Canta ante la Virgen Inmaculada, recordándole: Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!»
Al comparar ambos textos se observa que con el mismo contenido se alcanzan objetivos distintos, aunque complementarios: en el primero, la enunciación doctrinal de la maternidad divina y la consiguiente excelencia de María frente a todo lo creado; en el segundo, el contenido de esta verdad se convierte en un modo de honrarla, en un motivo de alegría y en una ocasión de permanente sorpresa para quien está hablando con tanta intimidad con la Madre, Hija y Esposa de Dios. La expresión doctrinal de una gran verdad queda transformada en oración, fuente de alegría e intimidad personal, homenaje emocionado y recuerdo afectuoso y agradecido de las grandes verdades que hacen a María ser quien es.
Inmediatamente después, el documento conciliar recuerda que la Santísima Virgen «... está unida, en la estirpe de Adán, con todos los hombres que necesitan de salvación; y no sólo eso, "sino que es verdadera madre de los miembros (de Cristo), ... por haber cooperado con su amor a que nacieran en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella Cabeza" (San Agustín, De S. virginitate 6: PL 40.3999). Por ese motivo es también proclamada como miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad y a quien la Iglesia Católica, instruida por el Espíritu Santo, venera como a madre amantísima, con afecto de piedad filial» (LG, n. 53).
En Camino se recuerda esta dulce y espléndida realidad al comienzo de uno de sus puntos (n. 497): «Di: Madre mía —tuya, porque eres suyo por muchos títulos— (...)». Una vez más se convierte en oración, en palabras dirigidas a Ella, un contenido doctrinal bien preciso, de paso que se dejan a la ponderación personal los muchos títulos por los que se la llama madre. Esas palabras —Madre mía— se hacen espontáneamente expresión de asombro, gratitud o alegría, de súplica, de confianza y, sobre todo, de amor.
Consecuencias de la maternidad espiritual de María
La mayoría de las consideraciones de Camino sobre la Santísima Virgen son consecuencias derivadas de esta maternidad, verdad que está en el origen de las demás y que a todas abraza y justifica. Consecuencias que, en resumen, son: desde María, su condición de medianera, de intercesora; desde los hijos, la incesante petición, la confianza, la intimidad y el trato, la gratitud, los distintos modos de expresión de nuestra filiación; y, por último, para Madre e hijos, el amor que, en los hijos, antes o después se ha de manifestar en el limpio empeño no sólo de tratarla, sino de imitarla, de darle la alegría de parecerse a Ella, que enseña —desde su condición de criatura— cómo imitar a Jesús, único Modelo.
En ningún momento pretende Camino una exposición sistemática ni de las verdades en torno a Santa María ni de las consecuencias ascéticas que, para la vida cristiana, se derivan de ella. Las consideraciones nacen de la pluma de su autor sin un orden aparente, pero, como en los buenos cuadros, el resultado es un fiel retrato, un estupendo paisaje de la relación de la Madre con sus hijos. El autor de Camino buscaba siempre, en su predicación, afianzar la piedad doctrinal, fundar sólidamente el trato filial con Dios Padre y con María Santísima en la verdad, en el conocimiento reflexivo de la Palabra revelada y en un consecuente sentido del deber. A la vez, su exposición de las verdades de fe urgía la práctica de la vida cristiana y la firme y fervorosa adhesión del cristiano a Dios Padre, a Jesucristo, al Espíritu Santo y a Santa María, como resultado del vigoroso y gratificante encuentro con la Verdad y con sus exigencias.
Los puntos de Camino que hablan de María y facilitan el diálogo con Ella, fundados en esa recta doctrina, están transidos de la poderosa energía que los hace aptos para fomentar el trato con la Madre, la firme decisión de imitarla, el deseo nunca del todo cumplido de aprender a quererla.
María, Medianera
La doctrina del Concilio resume la consoladora verdad de la intervención maternal de María en nuestras vidas de la siguiente manera: «... Asunta a los Cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta ser conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora...» (LG, n. 62).
Esta misma verdad queda brevemente resumida en Camino: «A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María» (n. 495).
Otros puntos que luego irán saliendo consideran distintas consecuencias de esta mediación maternal de María: espíritu de plegaria, confianza e insistencia en la petición, búsqueda de refugio ante el peligro y de fortaleza en la lucha, obtención de gracia, etc. Pero esta breve frase nos muestra a María como medianera y como camino que conduce y reconduce a Cristo, pues como Madre consigue gracias en favor nuestro para recorrer el camino que va hacia Dios y para volver a hacerlo si nos paramos o nos caemos, con esa paciencia tan específicamente maternal ante la torpeza del hijo pequeño; y junto con las gracias que para nosotros pide, su sola presencia es un permanente estímulo para contar con Ella, para que sea a Ella a quien se tiende la súplica, la mirada y las manos a la hora de iniciar o continuar el camino. Mediación, pues, para pedir y recibir de su Hijo Jesús las gracias, y mediación para recibir y atender nuestras peticiones y para animarnos a ser constantes en ellas. Medianera porque con Ella se va hacia Cristo, porque con Ella se vuelve a ir, si se interrumpió la marcha; medianera, también, porque, por María y a través de Ella, nos viene la gracia de Jesucristo, Hijo de Dios y de sus entrañas. Estar unido a María es medio seguro de llegar: «Sé de María y serás nuestro» (n. 494).
Dos gestos filiales
En el texto conciliar antes citado se recogían dos manifestaciones que la Iglesia espera implantar en el corazón de sus hijos, en razón de la maternidad medianera de Santa María: la ilimitada confianza en su intercesión («... con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna») y, como una consecuencia, el espíritu filial de plegaria («... la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora. Socorro...»).
A lo largo de Camino quedan uno y otro rasgo abundantemente recogidos, de diversas formas y por distintos motivos. «Confía. —Vuelve. —Invoca a la Señora y serás fiel» (n. 514).
«Si se tambalea tu edificio espiritual, si todo te parece estar en el aire..., apóyate en la confianza filial en Jesús y en María, piedra firme y segura sobre la que debiste edificar desde el principio» (n. 721).
«Estás lleno de miserias. —Cada día las ves más claras. —Pero ,no te asusten. —El sabe bien que no puedes dar más fruto. Tus caídas involuntarias —caídas de niño— hacen que tu Padre-Dios tenga más cuidado y que tu Madre María no te suelte de su mano amorosa (...)» (n. 884).
«No estás solo. —Lleva con alegría la tribulación. —No sientes en tu mano, pobre niño, la mano de tu Madre: es verdad. —Pero... ¿has visto a las madres de la tierra, con los brazos extendidos, seguir a sus pequeños, cuando se aventuran, temblorosos, a dar sin ayuda de nadie los primeros pasos? —No estás solo: María está junto a ti» (n. 900).
En estos puntos, Camino quiere despertar la confianza filial en María. Una confianza que va más allá de la mera seguridad en que María escucha nuestras súplicas, incluso en que las atiende. Es una confianza más honda, más sobrenatural y más comprometedora: es la confianza en que Ella está con todos sus hijos a la hora de hacer de la vida una imagen fiel de la de Cristo, y que vale la pena esta batalla —con victorias y derrotas— contra sí mismo. Lleva a confiar en la Maternidad espiritual de María, que atiende, en primer lugar, las necesidades de sus hijos de cara a la santidad.
Esa confianza, recuerda Camino, se hará tanto mayor cuanto más intensamente se reconozca y acepte la propia pequeñez. Esta infancia espiritual, tan abiertamente querida y predicada por Mons. Escrivá de Balaguer, tiene como uno de sus más firmes puntos de apoyo, el cultivo de esta relación de confianza filial y de trato con María. Y es que así como resulta difícil seguir siendo o hacerse niño en la soledad o en un distanciamiento despegado de la madre, su proximidad y trato mantienen y acrecientan ese sentido de pequeñez del niño chico que, sin embargo, no echa en falta nada de lo que es propio de la edad adulta, pues lo obtiene con más facilidad, con más prontitud, a través de la madre, por un solo motivo: porque él, al ser tan pequeño, nunca podría conseguirlo con sus solas fuerzas.
La consecuencia más inmediata y la reacción más espontánea del buen cristiano es acudir en demanda de ayuda, en petición constante de gracia a la Madre, María. Esa petición no interesada ni egoísta irá acompañada del otro gesto, la confianza, propia de los hijos. Es una súplica de gracia, de perdón, de santidad, de fuerza para imitar a Cristo, de alegría a la hora de servirle. «Todos los pecados de tu vida parece como si se pusieran de pie. —No desconfíes. —Por el contrario, llama a tu Madre Santa María, con fe y abandono de niño. Ella traerá el sosiego a tu alma» (n. 498).
«La Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, aquietará tu corazón, cuando te haga sentir que es de carne, si acudes a Ella con confianza» (n. 504).
«Antes, solo, no podías... —Ahora, has acudido a la Señora, y, con Ella, ¡qué fácil!» (n. 513).
«¿Que por momentos te faltan las fuerzas? —¿Por qué no se lo dices a tu Madre: "consolatrix afflictorum, auxilium christianorum..., Spes nostra, Regina apostolorum"?» (n. 515).
«Otra caída... y ¡qué caída!... ¿Desesperarte? No: humillarte y acudir, por María, tu Madre, al Amor Misericordioso de Jesús. —Un "miserere" y ¡arriba ese corazón! —A comenzar de nuevo» (n. 711).
Y de paso que enseña a pedir —como piden los niños, lo que piden los santos—, Camino honra a la Virgen con hermosos nombres con que la Iglesia y su liturgia llaman a María, y que son otros tantos motivos para la confianza y la petición; Madre, Virgen Santa, Señora, Consoladora, Auxilio, Esperanza... Esos nombre subrayan lo que hay en María de fuerza, de protección, de seguridad gozosa, optimista, de cara al único empeño propio del hijo de Dios: ser santo y sembrar santidad.
Amor de Madre y amor filial
El amor de la Madre a los hijos y de los hijos a la Madre es la expresión y el fruto más connatural de las relaciones materno-filiales. Saber que Santa María nos quiere con amor intenso de Madre y que la medida de ese amor es, en cierto modo, su propio Hijo, que por amor a nosotros se entregó en la Cruz, crea en el cristiano un deseo de gratitud y de seguridad, al sentirse en el regazo de un amor tan grande. A la vez, mueve al cristiano a la correspondencia y a devolver amor por amor, agradecido de poderla querer y de que haya hecho tan fácil este prodigio: querer como hijos a quien es Madre de Dios. Es, como se recordará, el segundo elemento que, con palabras del último Concilio, recordábamos como constitutivo del verdadero culto a Santa María: «Amor filial hacia la que es madre nuestra».
Camino nos habla del amor maternal de la Virgen y nos lleva junto a Ella, al pie de la Cruz. En el Calvario, en honor del Padre, en desagravio por nuestros pecados, por amor a sus hijos pequeños, libremente y en medio de su inmenso dolor, entrega a su Hijo, y se une a su sacrificio, haciendo, además, suyos todos los dolores de Cristo. «La Virgen Dolorosa. Cuando la contemples, ve su Corazón: es una Madre con dos hijos, frente a frente: El... y tú» (n. 506).
En tan breves líneas, Camino invita a la contemplación de la libertad del gesto de María; de su corazón generoso de Madre; del dolor por su Hijo en la Cruz que la hace Corredentora. Ninguna imposición o necesidad la obliga a estar allí, sufriendo por encima de todo sufrimiento. El motivo que la impulsa a elegir libremente el sufrimiento junto a su Hijo es el amor al Hijo y a los otros hijos. Y es por esa misteriosa «preferencia» por los más necesitados, por lo que acepta entregar a la muerte al primogénito, para que nazcan a la gracia todos los demás: «... dos hijos, frente a frente: El... y tú».
Sin decirlo expresamente, Camino está proclamando de modo elocuente que María nos ama, con amor de Madre, por encima de toda medida. Su dolor por la muerte de Jesús es la declaración de amor a cada uno de sus demás hijos.
Un amor materno que se afina e intensifica más, si cabe, por ir dirigido a hijos necesitados, llenos de limitaciones. Un amor salvador; tan propio de toda madre hacia sus hijos torpes. Todo parece indicar que Dios, a la hora de manifestarnos su amor, lo hizo con expresiones fáciles de entender por los hombres: la Humanidad Santísima de Cristo, en su Nacimiento, Vida, Pasión y Muerte, y el Corazón amoroso de una Madre que se alegra y sufre de continuo junto a Jesús por nosotros: «¡Madre! —Llámala fuerte, fuerte. —Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha» (n. 516).
Y como respuesta al amor de María por sus hijos, el amor de éstos a su Madre. Camino lo presenta como viento que ahuyenta indiferencias y tibiezas: «El amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza» (n. 492).
O como fortaleza que hace llevadero el sacrificio, y es motivo de alegría al compartir la Cruz. El amor a Santa María facilita la respuesta positiva a la invitación de Cristo a cada cristiano a ser corredentor y a sacar adelante la tarea que la voluntad de Dios ha encomendado a cada uno. «Di: Madre mía —tuya, porque eres suyo por muchos títulos—, que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús» (n. 497).
O como criterio de catolicidad, como signo y garantía de buen espíritu, de pertenencia a la familia sobrenatural que forman Dios y los hombres con María como Madre: «El amor a la Señora es prueba de buen espíritu, en las obras y en las personas singulares. —Desconfía de la empresa que no tenga esa señal» (n. 505).
En estos puntos que invitan a amar a María, Camino está lejos de promover un amor sensiblero —caricatura del verdadero amor—; un refugio para blandos de corazón que buscasen en él un cómodo consuelo, una huida ante las dificultades, una excusa para recostarse mientras se dan en el mundo tantas batallas. Por el contrario, el amor que suscita Camino, sin perder un ápice de la ternura propia de amor de hijo, es amor fuerte, respuesta adecuada al que Ella nos ofreció desde la Cruz, amor de hijo que tiende a expresarse, sobre todo, en el enérgico cumplimiento de la voluntad de Dios, en la fidelidad a sus planes. Es un amor que encierra el elemento más propio del auténtico amor: el olvido de uno mismo, el deseo de hacer lo que quiere aquel a quien se ama, la alegría de alegrar... Ese amor tiende a llevar el corazón al amor de Dios, a Cristo. No es absorbente ni excluyente: es el amor que facilita el tránsito al amor a Cristo, a su Cruz, a su Voluntad.
Una realidad tan bella como María, con esa verdad tan enriquecedora para la vida humana que es su maternidad sobrenatural, es propuesta por Camino —no podía ser menos— como uno de los motivos de gratitud más queridos al corazón del hombre: «Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. —Porque te da esto y lo otro. (...) Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. (...) Dale gracias por todo, porque todo es bueno» (n. 268).
Si es cierto que todo lo bueno es motivo de gratitud, el mayor grado de bondad suscita un mayor agradecimiento. Al mencionar, entre otros motivos para dar gracias a Dios, la presencia de una Madre —¡y qué Madre!— en la economía de la salvación, Camino sugiere una de las mayores razones de gratitud, pues es uno de los mayores dones gratuitamente recibidos.
Culto, prácticas de piedad y devociones
Por ser el hombre carne y espíritu necesita expresar visiblemente sus sentimientos, acogerse a formas concretas, tangibles, que manifiesten su indigencia, su alegría, su respeto, o su amor. Esta necesidad se ha hecho sentir a lo largo de toda la historia y en los campos más diversos. También en sus relaciones con Dios. Atendiendo a este modo de ser del hombre, el Señor, por ejemplo, instituye los sacramentos —realidades sensibles que expresan y producen otras invisibles—. La Iglesia va acuñando, recomendando y consagrando modos concretos de manifestar la piedad de los fieles tanto para expresarla como para excitarla. Así se originan diversas formas de culto. Las devociones, en íntima conexión con la liturgia, buscan mover a los hombres a la piedad y dar cauce a su necesidad de expresarse como criaturas libres y a la vez dependientes del Creador, a cuyo Amor corresponden de modo acorde a su naturaleza.
El documento conciliar (LG, n. 67) anima a los fieles a practicar de modo especial las devociones marianas: «El Santo Concilio enseña... a todos los hijos de la Iglesia que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen...; que estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia Ella recomendados por el Magisterio en el curso de los siglos y que observen escrupulosamente cuanto en los tiempos pasados fue decretado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la Santísima Virgen y de los santos.»
Muchas son las manifestaciones de piedad mariana expresamente recogidas y recomendadas por Camino. Por su profunda raigambre entre el pueblo fiel, y por haber sido aprobadas y profusamente difundidas por el Magisterio de la Iglesia, señalaremos tres:
a) Las imágenes piadosas de Santa María, como instrumento sensible para avivar el amor a la Madre y realidad visible que recuerda la necesidad de ser fiel: «Emplea esas santas "industrias humanas" que te aconsejé para no perder la presencia de Dios: jaculatorias, actos de Amor y desagravio, comuniones espirituales, "miradas" a la imagen de Nuestra Señora...» (n. 272). «Cuando te preguntaron qué imagen de la Señora te daba más devoción, y contestaste —como quien lo tiene bien experimentado— que todas, comprendí que eras un buen hijo: por eso te parecen bien —me enamoran, dijiste— todos los retratos de tu Madre» (n. 501).
b) El escapulario del Carmen, realidad visible que recuerda plásticamente la protección maternal de María sobre sus hijos: «Lleva sobre tu pecho el santo escapulario del Carmen. —Pocas devociones —hay muchas y muy buenas devociones marianas—tienen tanto arraigo entre los fieles, y tantas bendiciones de los Pontífices. —Además, ¡es tan maternal ese privilegio sabatino!» (n. 500).
c) El rezo del Santo Rosario: aunque Mons. Escrivá de Balaguer dedicó expresamente todo un libro —Santo Rosario— a fomentar esta devoción, ayudando con su lectura a rezarlo bien, no excluye de Camino la alusión expresa a la práctica de piedad tan extendida y tan unánimemente recomendada por los Papas, como medio de expresión de amor a la Madre de Dios, de contemplación y acercamiento a Jesús y de petición humilde: «El Santo Rosario es arma poderosa. Empléala con confianza y te maravillarás del resultado» (n. 558).
Pero además la lectura detenida de Camino nos permite encontrar otros modos tradicionales de tratar a Santa María: jaculatorias, novenas, el sábado, etc. Por ejemplo, en el punto 574 leemos: «¿Quién te ha dicho que hacer novenas no es varonil? —Varoniles serán esas devociones, cuando las ejercite un varón..., con espíritu de oración y de penitencia.»
Imitación de María. Su vocación y la nuestra
El tercer elemento que señala el Concilio Vaticano II como esencial en un verdadero culto a la Santísima Virgen es el de «la imitación de virtudes».
En la vida sobrenatural se da una progresiva semejanza con María en la medida en que, como Ella, el cristiano, por su esfuerzo personal y fiel a la gracia, se acerca más y más al cumplimiento de la voluntad de Dios. Esa semejanza es el resultado de la identificación —paulatina e incompleta en los fieles corrientes, plena en Santa María— con Cristo, de la participación en su modo de ser y de obrar, y en sus méritos.
Sin embargo, de ordinario no le ha sido propuesta al cristiano la imitación de su Madre. María merecía ser admirada, honrada, querida, cantada. Sobre todo, para solicitar de Ella —uno, varios, muchos o todos sus hijos— gracias y dones, desde los más inmediatos y sencillos a los más trascendentales y decisivos.
En este sentido, reviste al menos una cierta novedad la explícita y subrayada llamada a la imitación de María como elemento constitutivo del verdadero y adecuado culto que, como Madre de Dios y Madre de los hombres, se le debe.
Al leer Camino sorprende gratamente que se muestre la imitación a María como algo que fluye espontáneamente de las relaciones materno-filiales entre Ella y los hombres, en cuanto que Ella es la criatura humana que se nos presenta como paradigma de la completa fidelidad y colaboración a los planes de Dios, y en cuanto que ha ejercido su plenitud de santidad con tanta sencillez y discreción que resulta amable y dichoso el pretender seguirla y parecerse a Ella.
Camino no aspira a ofrecer un cuadro completo de las virtudes de María. Va entresacando, al hilo de breves frases o escenas del Evangelio, modos de comportamiento y actitudes de la Virgen, reacciones de nuestra Madre que se proponen al lector como modos de ser y actuar que deben ser incorporados a la propia vida. Santa María se nos propone como ejemplo por la perfección de sus respuestas al amor de Dios.
Y probablemente estos rasgos de la vida de la Santísima Virgen destacados en Camino forman, en su conjunto, el armazón fundamental de la vida cristiana. En primer lugar, la disponibilidad en manos de Dios, fruto de la fe y el amor que mueven a no querer otra cosa que lo que Dios quiere. Y a hacerlo con sencillez, como lo más «natural» del mundo: «¿Veis con qué sencillez? —"Ecce ancilla...!" —Y el Verbo se hizo carne. —Así obraron los santos: sin espectáculo. Si lo hubo, fue a pesar de ellos» (n. 510).
La escena de la Anunciación, el diálogo entre el Ángel y Santa María, el contenido del mensaje del primero, la respuesta final de la Virgen, las condiciones personales de que está revestida en ese momento la futura Madre de Cristo —espíritu contemplativo, apertura interior a lo santo, fe en la operatividad omnipotente y en la absoluta bondad de Dios, amor sin condiciones, humildad radical, etc.— se proponen en Camino como modelo para cualquier cristiano. El encuentro con esas posibilidades ha supuesto que millares de lectores hayan llegado a plantearse su vida con un sentido plenamente vocacional, que se hayan sentido con un quehacer divino entre las manos, para cuyo cumplimiento son requeridos por Dios y en cuyo cumplimiento se exige una auténtica donación, gustosa y enamorada, de la propia existencia.
Se podría decir que uno de los elementos centrales del mensaje del Fundador del Opus Dei, la llamada universal a la santidad, queda plasmado, materializado, en Camino. Desde sus páginas se nos hace comprender que el encuentro de María con Dios Omnipotente es algo que, en sus rasgos generales y dentro de las circunstancias más variadas, debe repetirse en la vida de todos los cristianos. Es una propuesta, un encargo del Señor a sus hijos; y un sí, un compromiso positivo de cumplirlo por parte de éstos, una permanente fidelidad y, como resultado, la santidad personal.
Imitación de María: fe y amor
En el cumplimiento de la Voluntad de Dios, de sus planes, o lo que es lo mismo, en la fidelidad a la vocación personal, el cristiano puede encontrarse, en ocasiones, con circunstancias o aspectos de la voluntad divina difícilmente comprensibles e incluso incomprensibles del todo. Es el momento de la fe reflexiva, de la ponderación sosegada. Camino recuerda un momento semejante, y por tanto, imitable, en la vida de Santa María: «(...) —¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas que miran al servicio de mi Padre? Respuesta de Jesús adolescente. Y respuesta a una madre como su Madre, que hace tres días que va en su busca, creyéndole perdido. (...)» (n. 907).
La obediencia de Jesús a los planes del Padre, que pasa por el posible dolor de María y José, se nos ofrece legítimamente, como ejemplo a seguir. Y simultáneamente se muestra como igualmente ejemplar el acatamiento de María a una conducta que, al menos de momento, no entiende, pero que sabe que procede de Dios, y su posterior reacción: acepta y pondera en su corazón. Años después, el autor de Camino desarrollará esta misma actitud con las siguientes palabras: «Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: "he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38)» (Es Cristo que pasa, n. 173).
Juan Pablo II, en su Encíclica Redemptoris Mater (1987), ha subrayado que la razón máxima de la excelencia y méritos de Santa María reside en su obediencia radical, en su disponibilidad a los planes de Dios. La Virgen confía en El, y muestra una actitud de incondicional entrega a la voluntad divina aun en las ocasiones en que no comprende su contenido.
Camino nos invita a imitar a la Esclava del Señor también en su obediencia; porque todos los hombres reciben un encargo de Dios, como su Santísima Madre, y todos reciben la gracia que les permite cumplirlo, y pueden hacerlo imitando el ejemplo de María: escuchando los planes de Dios con respeto, haciéndolos madurar, ponderando sus distintos aspectos, obedeciendo aun sin entender el encargo en todos sus detalles. La razón fundamental es la confianza y el amor a Aquel que pide y urge a la ejecución. El ejemplo de nuestra Madre se expone en Camino como actitud imitable. Pero en ese contexto de amor y admiración a María no debe extrañar que lo que en unos lugares se ofrece como ejemplo invisible, en otros aparezca como motivo de gratitud:
«¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya —"fiat"— nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. —¡Bendita seas!» (n. 512).
La libre entrega de María, que acepta y expresa, obediente, su aceptación con esa breve palabra, es, junto con la omnipotencia amorosa de Dios, la causa desencadenante de la Redención. Pero, a la vez y de paso, se agradece a María, en este mismo punto de Camino, su discreto pero decisivo ejemplo de entrega a la ejecución instrumental de los planes divinos. De ahí el nombre, en sus labios no humillante, sino esclarecedor de la más honda verdad sobre sí misma, con que se nombra: esclava, sierva, servidora. Mons. Escrivá de Balaguer, como ha señalado un ilustre Prelado español, hará luego grande la palabra «servicio». El autor de Camino descubrirá el valor del espíritu de servicio como fruto de la sabrosa contemplación de su Madre Santa María, Esclava del Señor. Y alcanzará la medida adecuada de su grandeza durante el decidido empeño de hacer suyo este maravilloso rasgo de la Madre de Cristo.
Imitación de María: otras virtudes
La disponibilidad, la obediencia y el espíritu de servicio, que brotan de la Fe y el Amor, constituyen el núcleo central que se nos ofrece para imitar a María. Pero Camino recoge otros rasgos y conductas que nos presenta el Evangelio y que son fuente de mérito para la Madre de todos los cristianos. Son otros aspectos en los que sus hijos pueden y deben parecérsele, y que se nos proponen como ejemplo imitable.
En otros escritos de Mons. Escrivá de Balaguer se hará referencia a diversas cualidades de María. En Camino, se subrayan dos con especial énfasis: la humildad y la fortaleza para el dolor, cuando éste se sufre por amor, haciendo de él una gozosa y enamorada ofrenda.
Unos puntos de Camino ponen más de relieve una virtud que otra, pero hay otros que sintetizan la presencia de ambas: «¡Qué grande es el valor de la humildad! —"Quia respexit humilitatem..." Por encima de la fe, de la caridad, de la pureza inmaculada, reza el himno gozoso de nuestra Madre en la casa de Zacarías: "Porque vio mi humildad, he aquí que, por eso, me llamarán bienaventurada todas las generaciones"» (n. 598).
«—¡Qué humildad, la de mi Madre, Santa María! —No la veréis entre las palmas de Jerusalén, ni —fuera de las primicias de Caná— a la hora de los grandes milagros. —Pero no huye del desprecio del Gólgota: allí está, "iuxta crucem Iesu" —junto a la cruz de Jesús, su Madre» (n. 507).
«María Santísima, Madre de Dios, pasa inadvertida, como una más entre las mujeres de su pueblo. —Aprende de Ella a vivir con "naturalidad"» (n. 499).
La humildad de María, tal como se hace ver en Camino, es fruto del profundo convencimiento de la propia pequeñez ante la majestad de Dios, ante su grandeza. Una pequeñez que se acepta gozosamente, porque es propia de una criatura débil que la experimenta mientras siente los brazos de su Padre Dios que la sostiene y ampara. Por eso no resta ni señorío, ni iniciativa, ni capacidad para responder generosamente a los ambiciosos planes de su Señor, que exigirán heroísmo, grandeza de alma, santidad de vida. «¡María, Maestra del sacrificio escondido y silencioso! —Vedla, casi siempre oculta, colaborar con el Hijo: sabe y calla» (n. 509).
Camino presenta el dolor, sufrido en soledad por la Madre, como actitud penitencial, para pedir perdón al Señor por los propios pecados y para acompañar a Santa María: «Soledad de María. ¡Sola! —Llora, en desamparo. —Tú y yo debemos acompañar a la Señora, y llorar también: porque a Jesús le cosieron al madero, con clavos, nuestras miserias» (n. 503).
La fortaleza sin alardes, manifestación de amor a su Hijo, con que María afronta el dolor de la Cruz es también un modelo de conducta para cada uno de nosotros. «Admira la reciedumbre de Santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano —no hay dolor como su dolor—, llena de fortaleza. —Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz» (n. 508).
No se está hablando de esa clase de fuerza que reside más en las reservas físicas que en las morales. En otro punto, el autor de Camino se dirige a las mujeres, y no duda en afirmar que hay en ellas una mayor capacidad de entereza ante el sufrimiento, y las invita a ejercer su alma sacerdotal y a hacer donación amorosa de la propia vida, a través de contrariedades, de penas o dificultades: «Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor. —¡María de Magdala y María Cleofás y Salomé! Con un grupo de mujeres valientes, como ésas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!» (n. 982).
Se nos hace ver en estos pasajes de Camino que debemos imitar el alma sacerdotal de María, uniéndonos —como Ella— al dolor de su Hijo. Todos los bautizados recibimos, junto con la filiación divina, una participación en el modo de ser y obrar de Cristo, que se hace más intensa por la recepción de los demás sacramentos. Pero Santa María, por su especialísima unión con su Hijo, es Corredentora y, por su Maternidad, nos hace copartícipes de esa corredención. Y a través de Ella, imitándola, nos resulta más fácil colaborar en ella.
No es ésta la única invitación a abrazar la propia cruz con gesto sacerdotal que hace Camino. Todo el libro es una continua invitación a seguir de cerca los pasos —el Camino— de Cristo. Pero aquí se subraya que de la mano de Santa María —nadie como Ella llegó, con Cristo, hasta la misma Cruz— se nos hará más ligero —y hasta atractivo— el camino de la Cruz. La conclusión resulta inmediata: vamos como Ella y vamos con Ella.
Camino recoge otra característica del alma sacerdotal —la oración de petición en nombre de los demás— como específica en Santa María. «María, Maestra de oración. —Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. —Y cómo logra. —Aprende» (n. 502).
Aunque directamente se nos proponga imitar la perseverancia en la petición, la escena evangélica que se contempla, las bodas de Caná, donde María intercede en favor de unos esposos, nos sugiere también imitarla en el desinterés de su oración. Quedan bien señaladas, a través del ejemplo y de la enseñanza de María —«Maestra»—, las condiciones que debe tener la oración del cristiano: fe, insistencia, verdadero interés en lo que se pide; y a la vez, abandono confiado del resultado de la petición en las manos de Dios.
Y como a la hora de pedir nadie hay mejor que Santa María, Madre de Dios y Madre de los hombres, Camino nos invita también, indirectamente, a que pongamos en sus manos nuestros afanes, intereses y esperanzas: que pidamos como Ella, que le pidamos a Ella. María es Maestra de oración, pero también —y sobre todo—, como gustaba recordar a Mons. Escrivá de Balaguer, Omnipotencia Suplicante ante el trono del Padre en favor de todos y cada uno de sus hijos.