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Camino: una lección de amor
Carlos Cardona. Camino: una lección de amor

 

Imagen de San Josemaría en Santa María de la Paz, Roma

«Lee despacio estos consejos»: pronto hará cuarenta años desde que los leí por primera vez. «Medita pausadamente estas consideraciones»: esta invitación, reiterada también de viva voz por un amigo, iba a cambiar radicalmente el rumbo de mi vida. «Son cosas que te digo al oído»: las escuché con parsimonia excesiva. Más tarde, estando solo y ante Dios, se removieron mis recuerdos —como quería el autor de Camino— y se alzó un pensamiento que me hirió, metiéndome «por caminos de oración y de Amor».

Algún tiempo después tuve ya el privilegio de oír personalmente y con frecuencia, durante más de veinte años, al Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer. El motivo conductor era siempre el mismo: el amor a Dios, el Amor, porque «¡no hay más amor que el Amor!» (Camino, n. 417). Especialmente en los últimos meses de su vida terrena, le oí decir repetidamente: «¡Qué corto es el tiempo para amar!» Muchos años antes se había referido, en el libro ,que es objeto de estas páginas, a aquel alma que invocaba a los Angeles Custodios, «como la Esposa del Cantar de los Cantares, "ut nuntietis ei quia amore langueo" —para que le digáis que muero de amor» (Camino, n. 568). Allí había también escrito su ideal escondido: morir «de mal de Amor» (n. 743). Y así se lo llevó Dios el 26 de junio de 1975, poco después de las 12 de la mañana.

Son ya numerosos los escritos sobre Camino, ese libro que, publicado por primera vez en 1934 con el título de Consideraciones espirituales, y en 1939 ya con el título y extensión actuales, ha superado los tres millones de ejemplares, y se ha traducido a más de treinta idiomas. Se han destacado en esos estudios variados e importantes aspectos de su contenido, de su alcance, de su sorprendente y universal fecundidad; y con los años se nos habrán de dar análisis penetrantes y profundos, que nos ofrezcan una visión más completa.

No es mi intento ahora aventurar una visión definitiva de este libro, que es, sin duda, uno de los más trascendentales de la literatura espiritual de todos los tiempos. Sin embargo, persuadido como estoy de que la metafísica «reducción al fundamento» de toda la existencia creada es una reducción al Amor, y de que el Amor es el primero y el último y la substancia misma de todos los mandamientos morales, sí me atrevo a asegurar que a esto se reduce en última instancia el contenido de Camino, y que ésta es su verdadera y decisiva fuerza.

«Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor», es la primera exhortación de Camino. «Enamórate, y no "le" dejarás», es su último consejo. Y a lo largo de 999 puntos, este libro todo entero está dedicado a enseñar a amar. A amar siempre, en todo momento y en cualquier circunstancia: a amar intensa y totalmente. A amar como su autor amó: como un hombre de Dios, con amor divino y humano a la vez, con un amor llevado a su última posibilidad, que era la gracia que de Dios había requerido: «que tenga peso y medida en todo... menos en el Amor» (n. 427). Y aún más ambiciosamente: «Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor» (n. 430).

Cuando la literatura de edificación espiritual, hoy bastante yerma, era —en no pocos casos— pródiga en moralismos asfixiantes, en delicuescentes sentimentalismos o en áridas y algebraicas elucubraciones, Camino irrumpió enseñando a amar a Dios con corazón humano y a los hombres todos con amor divino; a hacer profundamente humanas las manifestaciones del amor a Dios —«haz continuos actos de Amor, aunque pienses que son sólo de boca» (n. 727)—, y trascendentalmente divinas las del amor humano: «El secreto para dar relieve a lo más humilde, aun a lo más humillante, es amar» (n. 418), y «un pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto vale!» (n. 814). Se unían así los dos amores en un único Amor frontal omnipresente, sencillo, inteligente, recio y tierno a la vez.

Bien lejos de la escrupulosa retícula farisaica: «No temas a la Justicia de Dios. —Tan admirable y tan amable es en Dios la Justicia como la Misericordia: las dos son pruebas del Amor» (n. 431). Pero igualmente lejos del hoy más extendido reduccionismo saduceo temporalista: «Hazlo todo con desinterés, por puro Amor, como si no hubiera premio ni castigo. —Pero fomenta en tu corazón la gloriosa esperanza del cielo» (n. 668). Esa gloriosa esperanza que es en definitiva la necesidad de correspondencia y de unión que el amor tiene.

Lejos también del activismo y de la primacía de la eficiencia tecnológica: «Es inútil que te afanes en tantas obras exteriores si te falta Amor. —Es como coser con una aguja sin hilo» (n. 967). Idénticamente ajeno a la sensiblería inconsistente, que frecuentemente esconde un trivial amor de sí: «Tú no has de trabajar por entusiasmo, sino por Amor: con conciencia del deber, que es abnegación» (n. 994). Pero a la vez sin dar el más remoto pábulo al autosuficiente «imperativo categórico», que oculta también el amor de sí, pero ya no en forma trivial sino compleja y enmascarada en sutilezas inmanentistas: «El Amor... ¡bien vale un amor!» (n. 171). Vale la pena perder el engañoso amor de sí por ganar el verdadero amor, la unión amorosa con Dios, que es Amor.

Camino iba así a la raíz más honda del amor verdadero, de lo que genuinamente es amor, desenmascarando todas sus falsificaciones y recuperando sus pérdidas históricas. Sin «adelgazar pensamientos» —como con su habitual gracejo denunciara siglos atrás Santa Teresa—, Monseñor Escrivá de Balaguer descubría con intuición profunda de seguro teólogo y con auténtico saber metafísico y trascendente, que es el amor y sólo el amor la radical substancia de lo real, y que es ésa la vida profunda del espíritu: el amor como acto de la libertad, el amor de dilección, el amor que elige y quiere generosamente el bien del otro; y sobre todo el Amor absoluto, el amor que elige y quiere el bien del Único que es absolutamente bueno y que es Amor, el amor a Dios, hontanar de todo otro noble amor.

Es con ese amor electivo y generoso como la persona vence en sí misma, con un acto de suprema libertad —que Dios participa al espíritu creado—, el natural e inevitable amor a la propia felicidad, al propio bienestar: amor este que hace que el hombre revierta y se curve sobre sí mismo. Amor natural de sí que, cuando se hace electivo y absoluto —se pone como fin último de la propia vida—, constituye la esencia misma del pecado mortal, la muerte de la vida del espíritu, que es precisamente el Amor libre a Dios y a todas las personas por Dios. Por eso «el Dolor es la piedra de toque del Amor» (Camino, n. 439), porque es la mortificación de ese amor de sí que tiende a hacerse gigantesco y despótico, absorbiendo —intencionalmente— en su finitud constitutiva la infinitud misma de Dios. Herir el amor propio —en sus formas sensibles y en las más sutiles del espíritu— es dar cabida al Amor, y del Amor recibe su fuerza y su verdad. Por eso, donde el Amor a Dios desaparece, la mortificación es vista como masoquismo y necedad.

Defendiendo el primado del amor sobre el conocimiento, le oí decir —rectificando el conocido y frecuentemente mal entendido adagio escolástico nihil volitum nisi praecognitum, nada es querido si antes no es conocido— que era el amor, y sólo el amor, el que posibilitaba al teólogo la penetración de los misterios de la fe; y hablaba de un «flechazo» divino que Dios mismo ha puesto con la gracia en nuestro corazón, como un instinto directivo, de manera que una teología sin amor —sin vida interior— acaba siendo una simple «técnica de hablar de Dios», una técnica que quizá un ordenador cualquiera podría ejecutar con ventaja.

La verdadera y profunda vida del hombre consiste en amar. La vida espiritual es amor o no es nada. El espíritu vive como tal espiritu en la medida en que ama. Si no ama, está muerto, carece de su operación vital específica. El pecado mortal no es más que radical desamor: el de malicia es aborrecimiento directo a Dios, pero basta la indiferencia —que es el mal contemporáneo, el sedimento último de las rebeldías— para que haya pecado mortal, que mata la vida del alma, que es el amor.

Es el amor el que cualifica la vida del hombre, le hace radicalmente bueno o malo según la dirección de su amor, y es el amor el que proporciona a la persona su valor real y decisivo. Aquí y sólo aquí es donde realmente somos todos iguales: en nuestra capacidad de amar.

Aquí ya no es cuestión de estar dotados —como para -la ciencia o el arte o cualquier otra ocupación sectorial humana—: en la capacidad de amar somos todos realmente iguales. Y es ahí donde al final podemos ser todos diferentes, según lo que cada uno haya hecho libremente con su amor, según lo que haya amado sobre todas las cosas.

Sólo dándose en el Amor —lo que para la miopía terrena es siempre locura, porque es enajenación: «pertenecer al "manicomio"» (Camino, n. 910)— es como el hombre vive como persona. Es en el Amor a Dios donde el hombre se cumple definitivamente como persona. Por eso, Camino enseña a hacer de todo un acto de amor. «Hacedlo todo por Amor. —Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. —La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo» (n. 813). Y el heroísmo en la caridad, en el Amor, es justamente la esencia de la santidad a la que todos estamos llamados, sin excepción. Éste es en consecuencia el secreto de esa vida santa a la que Camino invita y para la que enseña: convertir en amor la oración y el trabajo, la vida de familia y la relación de amistad, la convivencia, la participación activa en la «cosa pública» y el esparcimiento, el bienestar y la carencia, la salud y la enfermedad, la vida y la muerte, las más atrevidas incursiones del conocimiento y las tareas aparentemente más triviales, las empresas más universales y los acontecimientos más nimios de la vida cotidiana. «Un pequeño acto, hecho por Amor, ¡cuánto vale!» (Camino, n. 814). Así es amor la alegría —que es efecto o acto inmediato suyo: «Quiero que estés siempre contento, porque la alegría es parte integrante de tu camino» (n. 665)—, y lo es también el dolor, aun el dolor más profundamente humano: la contrición, que se hace «Dolor de Amor» (n. 436). La vida entera, en su prosaísmo más concreto y universal, se convierte así en una verdadera sinfonía de Amor.

Esta experimentada enseñanza abría a todos los cristianos caminos de santidad en medio del mundo y de los quehaceres terrenos, nel bel mezzo della strada, decía en italiano el Siervo de Dios. Por eso Camino trasciende con mucho los límites de una época y de un ambiente cultural o social. Pero indudablemente hoy experimentamos esa enseñanza como una necesidad perentoria: ahora, cuando no raramente vemos degradados la noción y el ejercicio mismo del amor, como satisfacción de apetencias animales; y cuando, de otro lado, en parte coincidente, el abstracto y vacuo amor general de las filantropías de la Ilustración ha abierto paso al odio programático, que deja tras de sí, como residuo y sedimento único, la más radical indiferencia, donde el bien y el mal han perdido sus contornos y su punto radical de discriminación, justamente porque se ha perdido la noción —y no sólo factualmente el ejercicio— del amor electivo, de la dilección, del Amor.

Es realmente urgente que aprendamos de nuevo a amar. Así volveremos también a sonreír —los rostros de los hombres se han vuelto sombríos cuando han perdido el sentido del Amor—, y a esperar —contra la desesperación y el hastío, que son la enfermedad epidémica contemporánea—, y a trabajar motivados —y no sólo forzados—, y a convivir bien, a querernos de verdad. Amando es como redescubriremos el sentido trascendente de los momentos más grises, y desterraremos el depresivo hastío «pasotista», y sus falsos y deletéreos remedios en la evasión artificiosa y en la excitación sensual. Amando es como podemos dar un norte a nuestra vida. Así recuperaremos la sencillez. Sólo así viviremos como hijos de Dios.

Monseñor Escrivá de Balaguer, en Camino como en todo cuanto hizo y escribió, nos mostró inequívocamente esta dirección, nos enseñó y exhortó a amar, a amar apasionadamente a Dios con amor absoluto, y cordialmente a los hombres por Dios. Así amaba él, y por eso se le hacía demasiado corto el tiempo de una vida terrena y anhelaba una eternidad para entregarse de lleno al Amor, después de encender «todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo» (Camino, n. 1) que llevaba en el corazón. Hay en Camino un capítulo formalmente dedicado al «Amor de Dios». Pero el libro entero habla de este amor —lo mismo si habla de obediencia que si trata de humildad o de penitencia, o de la Iglesia o de apostolado o de perseverancia—: lo enseña prácticamente, lo encarece, lo destila. Este es el fundamento, la raíz y el objetivo único y radical de cada una de sus 999 consideraciones espirituales. En realidad —ahora lo vamos entendiendo— resultaba obvio, no podía ser de otra manera. Dios dijo en la Antigua Alianza que éste era el Mandamiento supremo. Y Jesucristo lo ratificó con autoridad divina, dándonos con la gracia la capacidad ontológica de cumplir este sublime y dulcísimo deber. Ahí está toda la Ley y los Profetas.

Sin Amor, todo se hace enigmático y repulsivamente excedente. Con Amor, todo se hace significativo y atrayente. Por estas razones, y algunas más, no vacilo en afirmar que, reducido al fundamento, Camino, esta obra maestra de la espiritualidad cristiana, es, más que un tratado, una escuela viva de Amor a Dios. Esto es, no ya su razón abstracta o suficiente, sino su mismo ser, su vida misma. «Al final... has sabido hacer una cosa grandísima: Amar» (n. 885).

Camino es un libro que no se deja leer curiosamente, como la mayor parte de las noticias del periódico; y apenas se deja estudiar profesoralmente, como una cosa, como un libro más. Porque Camino es una lección de Amor.