«Entre los que me acompañaban en esas visitas, se contaba un hermano vuestro que fue el primero en morir, antes de la guerra de España. Se llamaba Luis Gordon; era ingeniero industrial, y pertenecía a una familia muy conocida de Madrid.
Un día estábamos atendiendo a un tuberculoso, y mientras yo me ocupaba de asearle y lavarle, dije a Luis: limpia el orinal. La bacinilla estaba llena de esputos repugnantes. Aunque noté que no pudo reprimir un gesto de asco, y que palidecía un poco, vi que salía con el orinal en la mano.
Considerando el gesto de Luis, reaccioné inmediatamente, y fui en pos de él con la intención de realizar yo mismo esa tarea. Lo encontré en el servicio, un pequeño cuarto del hospital, donde había un grifo y unas brochas para lavar esas cosas. Lo seguí, repito, pensando que hasta podía caerse en redondo al suelo, y me lo encontré con la cara radiante de alegría.
En vez de utilizar las escobillas, se había arremangado el brazo y metía la mano para limpiar bien el orinal. Me quedé muy contento y le dejé hacer. Luego, hablando con él, me confirmó que había sentido una gran repugnancia, pero que se había forzado para obedecer libremente con alegría. Pero no puedo recomendarlo ahora, aunque entonces estaba bien.
[...] Este episodio lo recogí más tarde en un punto de Camino. Todos esos textos me recuerdan alguna anécdota. En este lugar escribí lo que Luis me contó que había rezado: ¡Jesús, que haga buena cara!» [2].